Mi querido amigo, mi primer amor, mi mitad; te contaré en estas cartas lo que ha sido de mi vida desde la última vez que nos vimos hace dos mil quinientas cincuenta y cinco lunas.
Sabes que siempre me considere una excelente poeta, una mujer con lealtad y moral alta, con escrúpulos, pero tú solías decir que bajo mi capucha se escondía una mujer dragon, alguien que no tenia miedo a fallar ni a ser juzgada. Bueno, hoy, en esta luna te doy la razón.
Todo comenzó hace 243 lunas, me acuerdo muy bien. El sol era radiante, las nubes esponjosas como un pan recién horneado, el clima era perfecto. Si hubieras estado ahí, seguro me hubieras dicho que de los días perfectos no habia que "fiarse".
Ese día, llegué al castillo de Sirmón, donde madre e hijo me esperaban junto al ejército recién llegado. Mientras el carruaje se frenaba, asome mis ojos por la ventana en busca de mi esposo, pero solo pude ver una fila de hombres con espadas deslumbrantes, todas eran de plata, salvo una, que era negra con una punta roja. La ansiedad hizo que me empezara a morder los dedos como solía hacerlo cuando era niña, ¿lo recuerdas?
Al terminar de frenarse el carruaje, tome un respiro, apreté mis puños que sin querer agarraron tela de mi vestido verde. Me tocaron la maldita puerta y al abrirse, con calma asomé mi cabeza, mi suegra y su hijo estaban de pie aguardando. Ella lo tomaba del brazo como señal de pertenencia, mientras él se quedaba quieto, sumiso, como un maldito imbécil. Un caballero que estaba esperando a lado de la puerta me tendió la mano, la sujete y baje con cuidado.
Euge camino con urgencia hacia mí, pero su truska madre lo alcanzo y lo detuvo. Ella avanzó primero, tuve que hacer una reverencia en señal de respeto así como Maky me enseño. Fue cuando mi suegra me dijo con prepotencia:
—Te esperábamos más temprano. ¿Ocurrió algo que justifique esta falta de respeto hacia el castillo del Norte?—puso sus manos encima de su vestido, mientras apretaba la quijada.
—Vamos, madre. Mi esposa debe de venir cansada, dejémosla respirar. —Sonrió pasivamente.
—Me atrasé en el viaje porque decidí traerle algunos presentes a mi esposo en seña de amor... amor y respeto—No pude evitar ponerme un paso en frente de ella con mi barbilla en alto y retarla con la mirada. —De saber que demostrar afecto podría traerme alguna clase de reprimenda, me hubiera evitado el gusto. —Escupí.
—La puntualidad es importante para mi madre, pero tratándose de ti, puede ser comprensible, ¿cierto?—miro a su horrible madre con la duda de un niño.
—Los caballeros aguardan, mi querido hijo. Preséntala ya. —Se movió a la derecha, extendiendo su mano y cediendo el paso.
Euge tomo mis mejillas entre sus manos grandes y limpias, me dio un pequeño beso en la nariz y me susurro:
—Estoy feliz de que estés aquí, mi señora. Ningún día en mi vida habia sido tan gratificante como hoy.
Mi suegra carraspeó y ambos giramos la cabeza para verla. Tenía las manos en su cintura y sus ojos se clavaron en los ojos de Euge. Avanzamos hasta la puerta del castillo, enrede mis dedos entre su mano, las mejillas de Euge se pusieron rojas y saco una leve sonrisa.
¡Sí, Dionisio, si tenia un maldito trabajo que hacer, lo iba a hacer bien!
—¡Caballeros del Norte, ante ustedes, Hell de Mondragón, su señora!—grito.
Los caballeros alzaron su espada y dieron un grito que casi rompía mis tímpanos, eran como los gritos de mi madre cuando nos metíamos a sus plantas, muy potentes.
—La seguridad y la comodidad de su señora debe ser lo más importante a partir de ahora, ¿Me escucharon? —siguió gritando.
Al unísono gritaron que sí y dieron tres golpes en al escudo con su espada. Si hubiéramos visto eso de niños, seguro nos hubiéramos reído y los hubiéramos imitado por meses.
Los caballeros que se querían ganar el cariño de Euge se acercaron a presentarme su respeto, arrodillándose y jurándome lealtad. Eran como bufones enormes, cubiertos en hierro, sí, un total espectáculo de ridículos.
¿Qué crees que paso despues, mi querido Dionisio? Exacto, vamos, dilo en voz alta. "Ahí conociste el infierno", ¡exacto!, justo en ese momento entre al infierno, pero también encontré mi paraíso.
Lo vi.
Te puedo jurar que sin hablar con él supe que media más de un metro con ochenta y cinco, ojos claros, cabello que me recordó a la miel de tu abuela, los rayos del sol caían sobre él y le brillaba aún más su cabello corto y lacio. Postura digna, hombros anchos, como los de un caballo negro salvaje, barba un poco grande y sus cejas... sus cejas hacían que su mirada solo demostrara victoria.
¿Muchos detalles? Sí, ya sé que te aburren, bueno, vamos al grano. Te acabo de describir la mayor de mis victorias y la peor de mis decisiones en toda mi pobre y asquerosa vida.
¿Recuerdas que solía criticar a la señora Maphil por tener una cara de éxtasis cada que su amante salía por su ventana? Bueno, supones ahora que soy la señora Maphil y sí, pero yo a diferencia de ella, no me arrepiento de nada.
Cuando lo mire, estaba hablando con su compañero, eso me permitió observar su perfil izquierdo, al verlo sonreír no pude evitar imaginarme como me desnudaba.
—Mi señora—Un imbécil me corto la codiciable imagen que aparecía en mi cabeza. —Le ofrezco mi valor en el campo de batalla y quiero que sepa que mi espada y mi ser están al servicio de usted.
Me dieron ganas de abofetearlo por interrumpir, pero solo le hice una pequeña reverencia y dije:
—Mi caballero es muy amable al ofrecerme tal promesa.
Sí, yo sé que seguro se escuchó falso y patético, pero ¿Qué querías que dijera?
—Veo que observas a los caballeros de Morrigant. Esos son los hombres que antes de empuñar su espada ya ganaron la batalla.
—Mi señor seguro que los lidera o al menos les enseña, como un buen maestro.
Era seguro que Euge solía agarrar la espada solo para pelar papas. Los hombres de Morrigant eran fornidos, altos, de manos duras y pieles impenetrables.
—Mi señora me honra con sus palabras de confianza y fe, pero ellos son una clase de hombres especiales, hechos para la batalla, pero nada más.
—Si mi señor lo considera apropiado, me gustaría saludarlos.
—Los deseos de mi señora, son órdenes para mí.—Euge me tomo de la mano con orgullo y levanto su afilada barbilla. Ahí noté que sus ojos no eran tan tristes como una vez te conté.
Llegamos a la fila de los caballeros, y mientras sonreía les hice una reverencia. Pusieron su mano derecha en su corazón y agacharon la cabeza.
—Es un honor conocerla, señora.—dijo Brut (en otra ocasión te contaré de él).
—Gracias—Mire los ojos del castaño, eran de un azul océano, las arrugas de su frente lo hacían adorable.
—La señora es tan hermosa como un día nos contó Sir Euge.
—Me alegra saber que no los decepcione.—Eso era cierto. A la mejor ellos esperaban a la princesa Kant y yo, bueno, no soy tan fea, ¿Cierto?
—Tiene una belleza como la misma ninfa de Dior.—Dijo Litan
—No exagere, pero gracias.—La comparación me dio gracia, como seguramente a ti.
—A nosotros no nos interesa ganarnos el favoritismo del Sir Euge, así que no lo tome como mentira—Dijo él, y mientras sus palabras resonaban en mi corazón, mi entrepierna deseaba sentir sus manos.
—Si la señora ya termino de humillar a mi hijo, ¿Podríamos entrar? —Su estúpida madre arruino el momento.
—Madre, mi esposa no me está humillando. Cálmate.
Sentí la vergüenza de los mil infiernos, solo agaché la cabeza, rogando para que las lágrimas no salieran y se quedaran guardadas en mi garganta. Me sentí vulnerable como cuando era niña. Ya sabrás el porque, me imagino.