Lo que no debería ser

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Erase una vez, en un lejano reino, donde las nubes algodón parecían, el sol sonreía y el cielo azul  no tenía vacaciones, una joven princesa corría por un verde campo lleno de flores. Su larga y rubia cabellera ondeaba al viento mientras que sus ojos como dos piedras lapislázuli transmitían la misma sonrisa que sus rosados labios. Sus padres, también sonrientes, admiraban a su querida hija desde lo alto de un castillo. Pero espera, esta historia no comenzó aquí, sino hace diecisiete años...

Unos gritos de dolor rasgaban la noche. Los aullidos de los lobos eran su único acompañamiento. Varios sirvientes atendían a la reina que esperaba a su primogénito. El rey sin poder soportar el dolor de su mujer miraba por la ventana con una cara de profundo cansancio. A pesar de la gran luna llena que brillaba en el cielo, la noche era tan oscura como los cuervos que se posaban en los torreones de aquel castillo. De pronto, la luna desapareció tras una gran sombra circular. El rey sintió que una profunda tristeza le invadía

- Es una niña-dijo una de las sirvientas.

- La luna, símbolo de nuestro pueblo, se ha escondido ante el nacimiento de esta niña. Es un mal augurio. La mala suerte le acompañará hasta el final de los tiempos. Nada se puede hacer ya, a no ser...-dijo el anciano astrólogo y consejero del rey.

- ¡No!-bramó el rey-. Esta niña es mi hija y se quedará aquí cueste lo que cueste.

Unos grandes ojos grises como la luna, que ya volvía a reinar en el cielo, le miraban fijamente. Acompañados por unos pelos negros como el azabache hicieron que un escalofrío recorriera la espalda de su padre. Sin embargo, en el otro lado del mundo...

El sol brillaba y nueve meses de espera dieron su fruto tras el nacimiento de una preciosa niña con el pelo brillante como el sol y los ojos azules como el cielo. Una gran celebración siguió a este acontecimiento donde el pueblo desprendía felicidad y las fiestas duraron más de una semana. El rey no cabía de gozo y adoraba a aquella niña que había alegrado su vida. Todo marchaba a la perfección. A cada año que pasaba, nobles de todos los reinos traían mensajes de sus reyes para acordar el matrimonio de sus hijos con aquella princesa de singular belleza. El rey rechazaba todas las ofertas. No deseaba que su amada hija se encontrara con un futuro planeado por sus padres. Él quería que viviera su vida y que disfrutara sin preocupaciones hasta que llegara el momento de su matrimonio. Sin embargo, si el rey hubiera sabido que futuro le deparaba a su hija, habría pagado lo que fuera por borrar el momento en el que ese pensamiento cruzó por su cabeza.


***


El silencio era abrumador. Las siluetas de los árboles desnudos incitaban a pensar en un bosque de esqueletos. Una joven caminaba entre ellos como si por la arena se tratase. Millones de ramas y hojas secas se encontraban en el suelo, pero ninguna conseguía  que fuera descubierta. Un cuervo negro se posaba en su hombro. Bien podríamos decir que era parte de su cabello. Algo se escuchó detrás de ella. Ojos grises como cenizas se posaron en unos matorrales. ¿La estaban siguiendo? Era imposible. Ella era la más rápida y conocía ese bosque como la palma de su mano. Además, nadie se atrevía a entrar en él y menos... ¿un conejo? Una media sonrisa, digamos consiguió dar algo de expresión a su cara.

-¿Qué haces tú en un sitio como este?-preguntó ella al aire, acercándose al pequeño y blanco conejo. Era invierno y todos los animales se habían retirado a sus madrigueras. Lo que más le extraño fue que estuviera vivo. Las aves rapaces que sobrevolaran el lugar daban caza a cualquier animal de ese pelaje en menos de un minuto. Se acercó sigilosamente. No ocupaba más que una de sus manos. Lo acercó a cu cuerpo y lo envolvió con su negra capa.

Dulces princesas y otras criaturas mágicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora