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Lucrecia a Brunelli se encerró en su auto.

En el exterior el viento se esparcía sobre la tierra y la alzaba como polvo. Las lianas de los sauces fueron sacudidas, elevadas hasta donde alcanzaba la fuerza y devueltas a su posición por una milésima de segundos.

Se calcinaba un clima ventoso y soleado. Pero dentro de Jorgito se hacía el silencio y la oscuridad.

Sin girarse, Lulú lanzó hacia al asiento del copiloto la mochila mojada que había abandonado la noche anterior entre unos arbustos, y se sacudió las manos. No podía soportar demasiado la imagen de lo que se encontraba oculto allí dentro.

En su mente se resistían muchas ideas. En primer lugar, su madre.

Tras llegar a su casa a las cuatro de la mañana, después de pasar a visitar la correccional por unos minutos, Lucrecia había decidido que el mejor lugar para ocultarse era su habitación.

Su madre había dicho muchas cosas de camino a Bella Dama. Cosas que comenzaban con su nombre y culminaban, después de un desperdicio de monólogos, en su nombre.

Miriam había alzado las llaves del Mitsubishi con la punta de los dedos y había pronunciado «castigada hasta que termine el mes. O hasta que termine el año. O hasta que se me de la gana».

No era ocasional que la castigaran. Miriam solía pasar por alto las andanzas de su hija, porque no le importaban y porque intuía que estaría en desacuerdo con la mayoría de ellas. Pero terminar custodiada por las fuerzas de seguridad del pueblo, con un registro de ingreso en la correccional y una de las familias más ricas del pueblo involucradas en ello, no era algo que pudiese ignorar.

El apellido Brunelli era algo a respetar porque involucraba a toda la familia.

Telmo, la gran universidad a la que cualquier miembro de la familia estaba obligado a acceder para estudiar medicina, quizás no la recibiera después de notar aquel registro en su historial. De modo que Miriam debería mover sus hilos para evitarse lo peor.

Ser la madre de Lucrecia Brunelli no era fácil, pero tampoco era fácil ser hija de Miriam Brunelli.

De cualquier forma, Lulú decidió que, si las dos tareas eran complicadas por el simple hecho de existir, ella prefería ganar en la escala. Ser hija de Miriam Bunelli sería infinitamente más sencillo que ser madre de Lucrecia Brunelli; porque, ante todo, Lulú era indomable.

Y como esperaba que su madre comprendiera bien ese mensaje, encontró el escondite donde su madre albergaba las llaves de Jorgito y se marchó.

En realidad, no fue difícil ubicar el sitio. Miriam adoraba su recámara tanto como adoraba las cajitas donde almacenaba alhajas de oro y plata. Allí, brillando entre perlas, anillos y cadenas, el puñado de llaves. Las condenadas se reflejaban con suficiencia sobre el espejo de la caja. Se sabían buscadas y anheladas y Lulú no lo discutió.

Mientras sus padres trabajan, se marchó en Jorgito a buscar la mochila.

Estaba tan enfurruñada con su madre que poco le importó notar que todos observaban el auto de la tercera hija de los Brunelli. A esas alturas, el desagradable encuentro con la policía era tema público para todo Condina. Claro que sí.

Cuando llegó al 66 de Rencor se encontró con una Danna Fisher empuñando su cabello en una toalla color lavanda.

Esta vez, diferente a las otras veces, Danna abrió del todo la puerta y pronunció:

—Pasa.

En Condina, aquella casa se llamaba La Casa Embrujada. Por lo general frente a ella caminaban los turistas eventuales: aquellos que era atraídos por la mala fama que el pueblo supo tener en su antigüedad.

La Chica De Los SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora