P•R•O•L•O•G•O

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Existen los hechizos y los hay en todas formas.

Existen las maldiciones y las hay en todas las formas.

Desde un apagón repentino durante la noche hasta el olor a rosas en el desierto. Esos podrían ser los hechizos.

Desde los sueños catastróficos hasta el llanto nocturno de algún animal extravagante. Esas podrían ser las maldiciones.

Para los Fisher la magia existía porque existían las brujas y las maldiciones existían porque existían ellos.

Desde esa perspectiva, Dios existía porque los había condenado.

Condina era un sitio encantador, aunque los periódicos no estuvieran al tanto de ello. La tasa de muertes se reducía a dos personas al año. Aquel año, fueron tres.

La tasa de viajeros que llegaban en busca de lo desconocido era impecablemente baja, aunque existente. Aquel año fueron poco más de seis.

Con una inexplicable taza de zanates surcando los cielos y apresando a otras aves, el pueblo se ubicaba entre matorrales y bosques desérticos en medio de la nada, en el Departamento de Pencus. Y para los habitantes del pueblo, la magia y los hechizos existían en el pasado; como recuerdo vívido de los abuelos de los abuelos.

La cuarta generación se encontraba condenada, embestida, arrasada por dos ideas contradictorias. La primera era decirse lo suficientemente lúcidos y escépticos como para creer en los mitos y leyendas del pueblo. La segunda se correspondía con el miedo implícito de saber si los mitos podrían de alguna forma ser reales. De modo que habían llegado a un acuerdo; una regla de la que todos sabían, pero que nadie profesaba en voz alta y era la siguiente: ninguno de ellos osaría en comprobar los dichos por los abuelos, o los padres de los abuelos, y procurarían mantenerse lejos de la fuente primera de los mitos.

En el año en que la cuarta generación gobernaba Condina, los mitos y leyendas caían de lleno en los Fisher: una familia aparentemente maldecida que no se preocupaba en lo absoluto por aparentar otra cosa.

Pero la cosa no siempre había sido así y solo Anna Fisher estaba al tanto de ello. Su padre —que en paz descanse— solía recordárselo cada noche de insomnio, cuando Anna se encontraba hurtando los chocolates que su madre —que en paz descanse— se esforzaba en ocultar entre los cajones más altos de la cocina. Se había sentado un día, junto a su pequeña hija del medio con la cara repleta de chocolates, y le había contado una historia.

Todo comenzaba con un hombre hurtando chocolates y maldiciendo a la familia por ello. Su nombre, como bien recordaba cada integrante de la familia desde entonces, era Víctor —que alguna vez descanse— y había derramado las influencias del pecado en toda la familia.

La moraleja tenía que ver con chocolates hurtados, de eso Anna estaba segura. Recordaba la historia, pero no recordaba el comienzo y poco a poco olvidaba el final.

Si tenía que hacer memoria, cerrando los ojos y arrugando la nariz —armonioso ritual— se veía a sí misma escuchando algo sobre animales tomando forma humana, mujeres de largos vestidos negros a orillas de carreteras oscuras y alargadas figuras humanoides silbando en el bosque.

Cualquiera fuera la historia, todas terminaban en el Bosque Blanco —sitio por excelencia para las historias de terror en Condina— y en lo mal que estaba hurtar golosinas a media noche.

Anna, ya muchísimo mayor que en aquel entonces y con completa y absoluta libertad para comer chocolates a cualquier hora sin ser castigada por algún ser lejos del terreno de lo material, sabía que aquello no había desaparecido como contaba la historia.

No se trataban de leyendas. Tampoco se trataba de cuentos infantiles elaborados con inocencia. La moraleja no siempre era la misma, porque en la realidad las moralejas podrían o no ser las mismas en iguales situaciones.

Anna tan solo sabía dos cosas.

La primera era que ahora vivía en la misma casa en que le habían castigado y que los chocolates ya no se escondían en el mismo sitio que antes, porque su pequeña sobrina Danna —muchacha taciturna y famélica con cara de fumada— sabía encontrar muy bien cualquier escondite a cualquier chocolate.

La segunda era que existían los hechizos y que los había en todas formas, como también existían las maldiciones y, para su entera desgracia, las había también en todas formas.

Lo que Anna no sabía era que ese año descubriría una verdad un tanto más perturbadora que la de los Fisher.

La historia comienza así y tiene todo que ver con chocolates hurtados.





La Chica De Los SueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora