Josefa yacía inmóvil en la cama, apenas cubierta por sábanas que parecían no haber sido movidas en toda la noche. Su mirada fija en el techo revelaba una ausencia casi mortuoria, más propia de un cadáver que de un cuerpo vivo.
Evitaba con ahínco encontrarse con la imagen de la pequeña cuna que se erguía peligrosamente cerca, donde yacía dormido aquel ser. Para su fortuna, no había llorado ni emitido sonido alguno durante la jornada nocturna.
Su madre Guadalupe se había ocupado de mantenerlo tranquilo y cubrir sus necesidades, para desgracia de Josefa. De haber dependido de ella, lo habría envuelto en una manta y desechado a la calle desde el mismo instante de su nacimiento.
Al verlo por primera vez, sintió deseos de estrangularlo, de arrebatarle la vida mientras observaba el alma escapar de sus ojos. Fue la enfermera quien impidió tal acción al percatarse de la mirada carente de todo afecto maternal. ¿Cómo podría quererlo si su rostro evocaba tan vívidamente al responsable de su tormento?
—Josefa —llamó Guadalupe desde el umbral, con desdén y pena mezclados—, ¿no me escuchaste?—.
Ella ni se inmutó, cansada de su voz. También a ella deseaba acallarla— ¿Qué pasa? —inquirió con desgano.
Guadalupe entró en la habitación y se acercó a la cama, su rostro reflejando una mezcla de compasión y frustración. Sabía que no podría cambiar la actitud de Josefa, pero sentía la responsabilidad de intentar mantener una apariencia de unidad familiar.
—Josefa, entiendo que estés pasando por un momento difícil —comenzó Guadalupe con voz suave, aunque su disgusto se transparentaba en cada palabra—, pero este niño es tu hijo, no puedes ignorarlo o desecharlo como si no significara nada—.
Josefa se volvió hacia su madre, sus ojos llenos de rabia y dolor. —No entiendes —susurró con voz entrecortada—, cada vez que miro a este bebé, solo veo el rostro de aquel hombre, el monstruo que abusó de mí mientras yo solo lloraba y me sentía impotente—.
Guadalupe frunció el ceño, sintiendo un nudo en su garganta. Sabía que no podía negar la realidad de lo que había sucedido, pero también anhelaba que Josefa pudiera encontrar la manera de superar su dolor y aceptar al bebé.
—Comprendo que sientas odio y resentimiento, pero este niño es inocente de toda culpa —respondió Guadalupe, luchando por mantener la calma—, no es responsable de lo que sucedió, y merece tener una oportunidad en la vida—.
Josefa se levantó de la cama con brusquedad, sus ojos llenos de lágrimas de frustración. —¡No entiendes nada! —gritó con desesperación— No puedo amar a este bebé. Cada vez que lo miro, solo veo el reflejo de mi propio sufrimiento. ¿Cómo puedo darle algo que no tengo dentro de mí?—.
La habitación quedó envuelta en un tenso silencio, interrumpido solo por los sollozos ahogados de Josefa. Guadalupe se sintió desamparada y sin saber qué decir o hacer para calmar la situación.
Finalmente, Guadalupe dio un paso atrás y salió de la habitación, dejando a Josefa sumida en su dolor y odio. Sabía que la relación entre madre e hija solo se complicaría con el tiempo, pero también se sentía impotente por no sentirse capaz de cambiarlo.
Mientras Josefa se derrumbaba en la cama, envuelta en sus propios pensamientos oscuros, el bebé continuaba durmiendo ajeno a la tormenta emocional que se desarrollaba a su alrededor. En su inocencia y vulnerabilidad, no podía comprender el peso del odio que su propia madre llevaba.
Tiempo después Josefa descendió las escaleras con paso lento y pesado. Su vestido blanco, impecable y puro en apariencia, contrastaba con la oscuridad que parecía envolverla. Su mirada perdida y el aura de desolación que la rodeaba eran difíciles de ignorar.
Al llegar al comedor, sus padres la observaron con incomodidad. El señor Hernández continuó leyendo el periódico sin levantar la vista, mientras que su madre evitó su mirada y se concentró en su desayuno. El dolor de Josefa era algo que perturbaba su tranquila existencia y les arruinaba el apetito.
Se sentaron a la mesa en silencio, solo interrumpido por el tintineo de los cubiertos y las tazas. Josefa se mantuvo inmóvil, con los ojos fijos en su plato vacío. Cada bocado que daban sus padres parecía un recordatorio constante de la fría indiferencia que sentían hacia su sufrimiento.
De repente, su padre rompió el silencio con un tono que reflejaba más ignorancia que malicia— Como mujer, Josefa, es tu obligación cuidar de ese bebé —dijo con tranquilidad, como si estuviera dando un consejo trivial.
Josefa alzó la mirada hacia su padre, sus ojos cargados de un odio intenso y sin palabras. Era una mirada penetrante y desafiante, llena de rabia contenida. No pronunció una sola palabra, pero su mirada hablaba por sí misma.
El señor Hernández se sintió incómodo bajo esa mirada intensa y le ordenó que dejara de mirarlo— ¡Deja de mirarme así, Josefa! —exclamó con irritación— No puedes culparme por decir la verdad. Como madre, tienes responsabilidades y debes cumplirlas—.
Josefa mantuvo su mirada desafiante, negándose a obedecer. No permitiría que su padre minimizara su dolor y su sufrimiento con comentarios así. En su silencio, expresaba su rechazo a aceptar el papel impuesto sobre ella.
El ambiente en la mesa se volvió aún más tenso, cargado de resentimiento y desacuerdo. Cada uno de los presentes luchaba por mantener su posición, sin estar dispuestos a ceder. La lucha de Josefa por recuperar su propia voz y su autonomía se manifestaba en su mirada y en su negativa a obedecer las órdenes de su padre.
Finalmente, el señor Hernández suspiró con frustración y dejó caer su tenedor sobre el plato— No puedo lidiar con esta actitud —murmuró, levantándose de la mesa y abandonando la habitación.
Guadalupe observó a Josefa con una mezcla de incomodidad y tristeza en sus ojos. Sabía que la relación entre padre e hija era complicada, pero también se sentía atrapada en medio de sus conflictos. Evitó cualquier comentario y continuó comiendo en silencio, pero su expresión facial revelaba una preocupación que no podía ignorarse.
Josefa permaneció sentada en la mesa, su mirada aún fija en su padre ausente.