AIRE

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Mi teléfono suena como loco en medio de mi clase de evaluación. Nath me mira por encima de sus lentes, contrariada porque ignoré su prohibición de traer celulares a clase.

Se para junto a mí y lanza una advertencia a todos:

—No importa lo buenos que sean en algo, si no son capaces de cumplir las reglas, no llegarán a ningún lado. Emma, retírate por favor, tu ruido distrae a todos.

Abro la boca sosteniendo todo lo que quiero decirle porque sé que no soy de su agrado y cualquier palabra que deje mi boca en este instante será utilizada en mi contra.

Dejo la evaluación a medio terminar y salgo con ganas de mandar al diablo a quien me haya estado llamando con tanta insistencia. Veo la pantalla, es mi madre.

—Mamá, ¿qué pasó? —digo con el corazón a mil pensando que es una emergencia.

—Esmeralda, Emma, me llamo Esmeralda —me corrige, porque dice que la palabra mamá le añade como quince años.

Respiro profundo antes de volver a hablar: —Esmeralda, ¿qué necesitas? 

—Mis amigas y yo queremos tomar vino pero no encuentro el que compré el fin de semana. ¿Dónde lo escondiste?

—¿Para eso me llamaste?, te dije que hoy tenía la evaluación de fin del primer módulo. Me sacaron por tu culpa.

—Si no tuvieras la manía de quitarme mis cosas, Chiquita, no tendría que llamarte.

—Ese vino ya te lo tomaste mamá, el mismo día que lo compraste...

Quiero decirle muchas cosas, pero ella es una mujer enferma y no recibe bien nada que no venga dentro de una botella.

—Yo no me tomé nada, te dije que lo compré para una ocasión especial. Y deja de decirme mamá solo para molestarme.

—Mira Esmeralda, te estoy diciendo la verdad y ahora mismo ya no..., no quiero hablar contigo. 

—Bueno, entonces busca donde quedarte porque mi casa no es un hotel.

Cuelgo la llamada furiosa por tener que aguantar sus desplantes, y lloro porque cuando la única persona en el mundo que tiene la obligación de amarte te hace sentir menos que nada, eso te provoca una trisiteza que te seca el alma.

Salgo del instituto y pienso en ir a donde mi amiga Mar; pero recuerdo que es su día con los gemelos y eso es suficiente para hacerme desistir de la idea. No es que odie a los niños, sino que verlos me recuerda que tal vez nunca llegue a tener mis propios hijos.

Camino por la calle helada y veo asomarse a lo lejos la gigantesca carpa rosada del circo. Miro el reloj y apresuro el paso para llegar a la última media hora de función. Aunque parezca difícil de creer, Nath me felicitó por primera vez por haberle presentado algo "menos básico". Yo lo veo como una ganancia, así de optimista soy.

César, el ogro de la puerta, me mira llegar. Imagino que la expresión en mi cara es tan triste que le conmueve. Pone su mano frente a mi deteniéndome antes de llegar a la boletería.

Suspiro profundo preparándome para responderle con las peores palabras de mi repertorio de groserías; pero el me sorprende:

—No necesitas boleto, bienvenida.

Suelta la cadena y me deja el paso libre para entrar al circo.

Cierro los ojos recibiendo su gesto como un acto de piedad hacia alguien que se siente profundamente sola. Muerdo una sonrisa y hago una venia aceptando su amabilidad. Él hace lo propio y vuelve a colocar la cadena en su lugar.

LADRONA DE CARASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora