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I

Roque Almanegra era el terror de Buenos Aires. Verdugo por excelencia entre una asociación de verdugos llamada Mazorca y consagrado en cuerpo y alma al tremendo fundador de aquella terrible hermandad, contaba las horas por el número de sus crímenes y su brazo, perpetuamente armado del puñal, jamás se bajaba sino para herir.

Su huella era un reguero de sangre y había huído de él hacía tanto tiempo la piedad, que su corazón no conservaba de ésta ningún recuerdo, y los gemidos del huérfano, de la esposa y de la madre, lo encontraban tan insensible, como la fría hoja de acero que hundía en el pecho de sus víctimas. Cada semejanza con la humanidad había desaparecido de la fisonomía de aquel hombre y su lenguaje, expresión fiel del nombre que sus delitos le habían dado, era una mezcla de ferocidad y de blasfemia que hacía palidecer de espanto a todos aquellos que tenían la desgracia de acercársele.

Sin embargo, entre aquel horrible vocabulario de crueldades y de impiedad, como una flor nacida en el cieno, había una palabra de bendición que Roque pronunciaba siempre. – Clemencia – decía aquel hombre de sangre, cuando fatigado con los crímenes de la noche entraba a su casa al amanecer.

Y a este nombre, que sonaba como un sarcasmo en los labios del asesino, una voz tan dulce y melodiosa que parecía venir de los celestes coros, respondía con ternura: – ¡ Padre! – y una figura de ángel, una joven de dieciséis años, con grandes ojos azules y ceñida de una aureola de rizos blondos, salía al encuentro del mazorquero y lo abrazaba con dolorosa efusión. Era su hija.

Roque la amaba como el tigre ama a sus cachorros, con un amor feroz. Por ella hubiera llevado el hierro y el fuego a los extremos del mundo; por ella hubiera vertido su propia sangre; pero no le habría sacrificado ni una sola gota de su venganza, ni uno solo de sus instintos homicidas. Clemencia vivía sola en el maldecido hogar del mazorquero. Su madre había muerto hacía mucho tiempo víctima de una dolencia desconocida.

Clemencia la vio languidecer y extinguirse lentamente en una larga agonía, sin que sus tiernos cuidados pudieran volverla a la vida, ni sus ruegos y lágrimas arrancar de su corazón el fatal secreto que la llevaba a la tumba. Pero cuando su madre murió, cuando la vio desaparecer bajo la negra cubierta del ataúd y que espantada del inmenso vacío que se había hecho en torno suyo, fue a arrojarse en los brazos de su padre, los vio manchados en sangre y la luz de una horrible revelación alumbró de repente el espíritu de Clemencia. Tendió una mirada al pasado y trajo a la memoria escenas misteriosas

entonces para ella y que ahora se le presentaban claras, distintas, horribles. Recordó las maldiciones dirigidas a Roque el Mazorquero, que tantas veces habían herido sus oídos y que ella en su amor, en su veneración por su padre, estaba tan distante de pensar que caían sobre él. Ella, que hasta entonces había vivido en un mundo de amor y de piedad, hallóse un día de repente en otro de crímenes y de horror. La verdad toda entera se mostró a sus ojos y comparando con su propio dolor el dolor que su madre había devorado en silencio, comprendió por qué había preferido a la vida la eternidad y al

lecho conyugal la fría almohada del sepulcro. Pero en el dolor de Clemencia no se mezcló ningún sentimiento de amargura. Del alma de aquella hermosa niña se parecía a su nombre: era toda dulzura y misericordia. Su fatal descubrimiento en nada disminuyó la ternura que profesaba a su padre. Al contrario, Clemencia lo amó más, porque lo amó con una compasión profunda; y viéndolo marchar solo con sus crímenes en un sendero regado con sangre, llevando el odio bajo sus pies y la venganza sobre su cabeza, lejos de envidiar el reposo eterno de su madre, Clemencia deseó vivir para acompañar al

desdichado como un ángel guardián en aquella vida de iniquidad, y si no le era posible apartarlo de ella, ofrecer al menos por él a Dios una vida de dolor y de expiación.

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⏰ Última actualización: Aug 27, 2023 ⏰

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la hija del mazorqueroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora