Cuando era niño, solía escuchar las palabras de mi padre "Los hombres caen, mientras las bestias nacen" una frase extraña para un niño de apenas seis años. Nunca lo entendí, cuando era niño era divertido y me hacía creerme un joven extraordinario, alguien con la capacidad de derribar edificios, levantar autos y derrotar a los malos. Yo era el hombre que no caía y no dejaba que las bestias crecieran. Pero crecieron, lo hicieron con rapidez y enormemente mientras deslizaba mis manos por las ruedas de mi silla.
La escuela secundaria me hizo el hombre que caía, el hombre que nunca más vio la luz desde el lúgubre pozo de tristeza. Hizo crecer a las bestias, las bestias que ocupaban el espacio de la bajada para sillas de ruedas, las bestias que empujaban desde atrás, las que murmuraban, las que apuntaban y las que no se sentaron nunca junto a mi.
Entendí que los hombres caen, cuando uno menos se lo espera tus manos tiemblan y tus ojos lloran de solo pensar en entrar en aquel nido de bestias.
—Klaus—mi madre Mariana, sin duda, una santa—, apresúrate hijo, llegarán tarde.
—Ya voy mamá...
Algo normal de todos mis días es no querer ir a la escuela, no me gusta para nada ese lugar es algo horrible donde no tengo a nadie, ni para charlar, ni para estudiar, ni para almorzar juntos. Donde tengo que ver como mis compañeros se divierten jugando fútbol y yo solo puedo leer libros esperando la siguiente clase.
—No te tardes, zarigüeya—Agustin, uno de mis hermanos mayores—, mamá pasará por la tienda si estamos a tiempo para ir a clases.
Paso con una sonrisa de burla frente a mi, llevaba su mochila colgada de un solo hombro y en su mano llevaba su bolso, donde estaba guardado su uniforme, botines y botella de agua. Todos sabemos que la emoción de Agus por ir al colegio es la de jugar fútbol, jamás sería por tener clases.
—Si... como sea.
Tome mi mochila que estaba arriba de la mesa y con mis manos moviendo las ruedas de la silla salí por la puerta, afuera mi mamá esperaba junto al auto para ayudarme a subir y guardar la silla en el baúl. Fue rápido y algo de todos los días, común para mí y para todos en mi familia.
El auto arrancó, luego de unas cuadras paro para que Agustin se bajará a comprar. Volvió al auto con las manos llenas de cosas, me dio una botella de jugo de naranja un paquete de mis galletitas favoritas.
—Gracias—le dije sin más guardando las cosas en mi mochila.
—De nada, zarigüeya—sonrió Agustin y amagó a acariciarme el pelo, lo esquive como pude y termino por rendirse.
—No le digas así a tu hermano—mamá solto un suspiró.
—Es con cariño—fue lo último que dijo, para al final terminar hablando de lo intensa que iba a estar la temporada para el equipo este año y que tenía que mantenerse más en forma que nunca.
Mis ojos se cerraron unos segundos mientras suspiraba con pesadez, imaginándome todo lo que yo podría hacer jugando al fútbol. Hasta imaginándome un mundo donde llegaba a jugar en la selección; Klaus Romero, uno de los ganadores de la copa del mundo. Mi fantasía era sin duda una locura, algo que nunca iba a poder realizar. Jamás. ¿Podría jugar esos deportes de sillas de ruedas? Si, mi madre me lo había ofrecido varias veces, por lo tanto no lo tenía prohibido y si quisera podría ir y anotarme ahora mismo, pero no, eso no es lo que quiero. No quiero más miradas de lastima y gente que cree que por que no puedo mover mis piernas soy un inútil.
—Klaus, no olvides que hoy voy a pasar por ustedes después de las prácticas de Agus—dijo mi mamá mirando para atrás levemente mientras manejaba—, salgo tarde del trabajo y...
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The last fallen
FantasyKlaus siempre quiso ser distinto. Siempre quiso ser otra persona. Por que siempre. Pero siempre; "Los hombres caen, mientras las bestias nacen"