Parte 1

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—Te dije jamás olvidaría lo que me hiciste, Strong– Dijo Aemond cruzando las piernas con suficiencia, sonriendo satisfecho de ver frente a él aquel hombre de ojos verdes brillando como llamas, claramente guardando un profundo resentimiento– Bastardo, ¿Ahora quién será el que sea duramente cuestionado?

Lucerys era sujetado por al menos dos alfas más y sus muñecas encadenadas juntas, pero aún así fulminó al omega con la mirada. El rostro de Aemond estaba lastimado por la anterior batalla, aunque eso no le restaba belleza ni con un ojo faltante. Al contrario, era como si las gotas de sangre resbalando por sus mejillas fuera un glamuroso maquillaje. Sin mencionar el escote pronunciado y la ropa que dejaba visualizar la cintura.

Aún así, Lucerys no estaba dispuesto mostrarse derrotado o rendido por cuánto su tío embelleció trás haberse separados ocho años. Nadie hubiera pensado un omega tuerto pudiera haber sobrevivido a ser una de las esposas de sal del feroz y sanguinario Dalton Greyjoy, y más aún, que ganara el respeto y apoyo de los hijos del hierro hasta el punto que Dalton decidiera apoyar la facción de la familia de Aemond en la danza de dragones.

—Si me matas, mi madre no les tendrá piedad– Advirtió fríamente Lucerys, notando Aemond le miraba de arriba a abajo con lujuria.

—¿Matarte? Oh, no, tu madre convenció a mi padre de entregarme a un alfa que estaba segura me mataría– Mientras hablaba, acercó su mano a la barbilla del castaño y la tomó. El tacto era frío. Lucerys intentó alejarse, pero lo obligaron a permanecer en su sitio– Ahora yo me quedaré con su preciado hijo y le haré pagar cada segundo de sufrimiento con el tuyo. Cada violación, golpe, y tortura que recibí. Me perteneces, ¿Entendido?

El castaño apretó los dientes juntos, sintiendo un cosquilleo en el estómago y muchos sentimientos tan contradictorios mezclados.

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La cadena chilló ante la tensión, siendo tirado uno de sus extremos por Aemond mientras sostenía una copa llena de vino en su otra mano.

Al extremo contrario de la cadena, aprisionaba el cuello de Lucerys con un aro apretado, su camisa estaba abierta y una resplandeciente gema de esmeralda donde estaba su ojo derecho. Presionó sus pies en el suelo, y sostuvo la cadena negandose a cortar la distancia.

—El señor de las islas de hierro es celoso con su preciada luna, ¿Por qué no estás agradecido que esté dispuesto compartirme con un bastardo?– Aemond balanceó su copa, esbozando una torcida sonrisa ladina. A la luz intensa del sol su zafiro brilló, desprovisto del parche que solía usar– ¿Se te olvidó soy tu omega destinado otra vez? No me extrañaría, tu memoria es francamente mala.

—¡Fuí por tí, y elegiste quedarte en ese maldito lu-!

La copa fué lanzada, y el líquido golpeó el rostro del alfa, quien gruñó y relamió sus labios, saboreando los restos del vino con una pequeña sonrisa ante el coraje que despertó en Aemond.

—¡¿Debería estar agradecido de que mamá hubiera sido mandada a ejecutar sólo por cortar el brazo de la tuya luego que ignoraron esto que tú me hiciste, pero terminara muriendo mientras intentaba salvarme?!- Cubrió el lado de su cara con la cicatriz y una sonrisa nasal prolongada abandonó sus labios mientras se acercaba a un Lucerys que apretaba sus dientes recordando impotente ese hecho– ¡¿Y que luego tu perfecta madre me entregara al peor alfa que había en la lista cuando ni siquiera presentaba mi primer celo?! ¡¿Por aguantar durante meses en una habitación oscura con una cama de madera recibiendo apenas comida y agua recuperándome de casi morir desangrado luego de ser tomado por la fuerza cada día?! ¡Aunque volviera, sería tratado como basura por ya no ser puro, fueron cuatro malditos años que tardaste! ¡¿Entiendes?!

Una bofetada golpeó la mejilla del alfa, quedando el costado de su cara palpitando por el dolor. Durante un instante el castaño volvió a sentirse igual que un niño vulnerable enfrentando las consecuencias de sus acciones, jamás antes le había pasado hasta que volvió a ver a Aemond. Su mayor error, al que abandonó por años a merced de un monstruo.

Aunque antes su madre le decía que él estaba bien y los demás mal, en cuanto oyó las horribles leyendas de Dalton sí quiso hacer algo. La verdad era que le tomó mucho tiempo convencer a Corlys y Rhaenys sobre recuperar a Aemond. Para ese entonces, habían pasado cuatro años y temían ya estuviese muerto. Grande fué la sorpresa cuando el propio Aemond envió una carta con su puño y letra declarando: “Ya estoy muerto”.

Le echó en cara todo lo que pasó, cómo lo arrastraron hasta las Islas del Hierro y se lo entregaron cuán saco de papas a Dalton. El terror que pasó cuando el alfa lo tiró en la cama tan pronto terminaron los ritos, ató sus brazos y sin previo aviso ni preparación se forzó dentro de Aemond, violando al omega que aún no presentaba su primer celo. Aemond no recordaba casi nada de esa vez, aparte que se desmayó y al despertar, la pesadilla se repitió, hasta que casi murió desangrado.

En esos primeros cuatro años, Aemond consiguió ganarse el favoritismo de Dalton y luego de obtener la belleza propia de la pre adolescencia, usó lo que aprendió en complacer a su alfa para hacer cediera a enseñarle usar armas y fué de su brazo prometiéndole complacerlo en donde fuera, dando promesas Vaghar sería muy útil en sus saqueos. Así fué como pronto logró fuera visto como un omega útil para la mayoría, replicando sus métodos crueles y pretender la absoluta adoración al dios ahogado. El trato del resto comenzó a ser más respetuoso. Y Aemond ya había afianzado las bases para su venganza, no serviría de nada aceptar la ridícula piedad de su sobrino en esa carta. Murió el día que fué mancillado a la fuerza.

De ser un esclavo extranjero llegó a ascender por su cuenta y fué respetado luego que su dragona tuvo la sangre de sus enemigos dejando sólo a Lucerys con vida para ser su botín de guerra y juguete. Nadie se atrevió a cuestionar cuando decidió dejar con vida a sus hermanos Aegon, Helaena y Daeron. Pagó el precio de hierro por ese desenlace, y le saludaron igual a uno de ellos.

—Volví a ti voluntariamente, y te tengo aquí para mí– Usó un tono casi dulce, contrastando con el cadáver en la esquina de la habitación. Los labios de Aemond rozaron los de Lucerys, todavía perturbado procesando el macabro relato– Siempre tuviste que ser mío y yo tuyo.

Deslizó una de sus manos bajo la camisa suelta del castaño, el cual volteó esquivando el beso del omega para posar su ojo sano húmedo sobre el cuerpo pálido de su madre. Muerta a cuchilladas. En lugar de ser calcinada Aemond la trajo a su habitación y obligó a Lucerys dormir en una cama con el cadáver hasta que empiece a ser molesto el hedor y deban deshacerse de eso para no infestar o enfermar el cuerpo del castaño.

Cerró el ojo, para tratar de olvidar la culpa en cuanto la boca del platinado atrapó su miembro y comenzó a lamer el glade con experiencia y destreza. Las lágrimas bajaban incontrolables por su rostro, entre la culpa por la reacción de su cuerpo y el no haber podido hacer más siendo un niño que no entendía bien lo que pasaba. Su impotencia se volvió tristeza, imaginando a su tío mucho más bajo viéndose obligado a satisfacer el cuerpo de un alfa al cual no amaba ni estaba listo.

Su cabeza se echó hacía atrás, mordiendo su lengua para evitar soltar un gruñido de placer, finalmente volviendo a mirar el rostro de su omega destinado. O lo poco que aún quedaba vivo en él. Recordaba todavía su gentil sonrisa, los juegos bajo el árbol y aquellos besos inocentes que compartían si nadie veía. Lucerys se había arrepentido de usar la navaja, todo fué un impulso estúpido, su tío tomó la maldita piedra luego que todos se fueran contra él, ni siquiera la tenía arriba. Lucerys sólo apoyó a sus primas porque de ese lado estaba Jacaerys. No pensó si eran muchos contra un omega, o cuánto daño le hicieron al golpearlo todos juntos hasta que ya no se pudo volver atrás.

“Lo siento...”, quiso decir pero en lugar de eso apretó los dientes, intentando contener los gemidos por el vaivén de las caderas ajenas sobre su miembro. Aemond no tenía expresión alguna, simplemente moviéndose como si estuviera controlado mentalmente, programado para hacerlo. Las lágrimas frías del ojo sano de su tío cayeron sobre el rostro del castaño.

Lo Muerto No Vuelve A Morir Donde viven las historias. Descúbrelo ahora