Parte 3

259 23 0
                                    

Lucerys cerró los ojos, aunque dos esclavos se encargaban de mantenerlo en su lugar y otro de dirigir su mirada hacía el desdichado acto. Las cadenas en sus muñecas chillaron por la tensión mientras intentó liberarse, por instinto queriendo defender a su tío. Entendía ahora mejor que nunca todo el resentimiento de Aemond, se compadecía imaginandolo más bajo y delgado igual que cuando se lo entregaron a Dalton Greyjoy apenas rozando la pre adolescencia, sintiendo cólera por el alfa que tomaba como un animal a su esposa.

Dalton se reía azotando los glúteos hinchados de Aemond, embistiendolo sin cuidado mientras el platinado, en cuatro, enterraba sus uñas en la cama, y mordía sus labios ahogando sus gritos a medias. La sangre bajaba por sus muslos, y un delgado hilito carmesí manchaba un lado de su cara, de la última vez que el lord de las islas del hierro le propinó una docena de bofetadas luego de encadenarle las manos y pies juntos para asegurarse no se resistiriera. Ahora sólo aguantaba el dolor y resistía la humillación frente a otra decena de los guerreros más cercanos a Dalton. De lo contrario su ira tendría que ser redigirida a otros, en específico a Visenya y Lucerys.

Vaghar afuera no paraba de pulular, sacudiendo la tierra, y Aemond en su mente pronunciaba palabras de consuelo dirigidas a su dragona. Sólo eso evitaba su dragona quemara todo.

No sentía la mitad inferior de su cuerpo al cabo de un rato y cayó rendido a la cama, pero Dalton no estaba satisfecho y sostuvo arriba su cintura hasta que liberó su semilla dentro del omega.

—¡¿Todos observaron bien?!

Los demás respondieron vagamente, dándose cuenta la mirada encendida en fuego de la esposa de sal, a pesar su cuerpo estaba exhausto y lleno de las cicatrices y marcas viejas. Habían visto la ferocidad de Aemond en batalla, todos los enemigos del omega morir bajo su mano, el fuego de la dragona, y preferían mantener algo de neutralidad, sobre todo escuchando los rugidos de la dragona que les erizaba! los bellos.

—¡Esta perra dará a luz a mi hijo, será mi heredero, y cuando todos vean al cachorro de cabellos como mi luna, recordarán este día! ¡Nacerá en nuestras tierras isleñas, y el dios ahogado será nuestro mayor testigo!- Continuó Dalton, girando su propio cuerpo hacia cada uno de los alfas cercanos, luego de haberse cubierto.

—Vete al infierno– Pronunció con coraje e indignación Lucerys, arrastrando cada sílaba. Todavía le era incomprensible lo sádico de su comportamiento. Imperdonable. Lastimaba tanto emocional y físicamente a Aemond, como si no fuera más que un perro desgraciado sin valor, haciéndole tener en claro las cicatrices en el cuerpo del platinado no eran de guerra o entrenamientos– ¿Cómo puedes tratarlo así?

Dalton señaló al castaño y una mujer alfa pateó al abdomen del osado que mandaba al infierno a su señor.

—No lo hagas peor para él– Susurró ella.

Lucerys recibió un par más hasta que no pudo resistir más y cayó al suelo escupiendo sangre, pero incluso ahí, eso no paró. Los otros hombres lo levantaron y azotaron una decena de veces la espalda. Comprobó entonces que cuando Aemond solía azotarlo se contuvo bastante, nunca su piel llegó a abrirse, ni doler como en ese momento.

Dalton observaba sonriendo con burla.

—¿Te enamoraste? No me sorprende, es francamente hermoso, no he hallado una esposa de sal que posea más hermosura.

Lucerys no respondió sus palabras, mandándolo al infierno con cada azote, entre los gritos al sentir su piel abrirse y oler la sangre manchando su ropa. Aemond nunca lo azotó más de una vez, incluso si se enfadaba prefería usar bofetadas en lugar de desgarrarle así. Últimamente ni siquiera eso, su relación había mejorado luego que Lucerys lo viera llorar y se disculpara, pasando a tener una relación cálido dentro de lo que cabía.

Lo Muerto No Vuelve A Morir Donde viven las historias. Descúbrelo ahora