De la nada, desde el endometrio de la madrugada, me pare a la fuerza la casi inverosímil e inexistente matriz del sueño. El despertador grita como loco su letanía diaria. Chirriante e irritante, me mira con sus enormes y cuadrados números rojos. El payaso que deambula en mi habitación día y noche, ése que hace guardias sin dormir ni un instante por vigilar mi descanso, me recibe con las comisuras extendidas y bien arriba, como si se tratase de una absurda y ofensiva hilaridad que separara sus labios. Me pregunto yo si ríe por compasión, para animarme, o si acaso se burla de mí. Esta mañana, usa enormes zapatos de charol y un pantalón bombacho, parecido a un pijama. Usa en su cabeza un gorro militar con el que cubre su calvicie. También lleva consigo un saco color olivo. Porta orgullosamente variadas formas geométricas sobre la solapa izquierda, cual si fueran insignias. Nada que ver con asuntos militares o con rangos: son simples figuras de colores.
Al verme, me indica burlonamente: "¡Párate! ¡Anda, levántate!". Argumenta que no debo perder un solo minuto o llegaré tarde.
—¡Órale, cabrón! No puedes descansar más —añade.
Dice que me esperará en la recámara hasta que llegue la tarde y yo vuelva. Así que, a fuerza de voluntad y haciendo todo lo posible porno escucharlo, me levanto. Como cada mañana, tras bañarme, me visto de civil, me disfrazo. Salgo hacia el trabajo.
Sé que hoy será un día extraño: percibo esa sensación que tienen esos días en que ciertas epifanías se materializan. Y éste será como aquellos; lo sé. Cuando días así se presentan, las personas, las cosas, los artefactos y los pensamientos de la gente dejan de serlo que habitualmente son; aquello que posee forma definida desaparece o se transforma en algo más, mientras que lo amorfo o lo inmaterial se materializa. En días como éste, lo real se vuelve una caricatura y lo caricaturesco llega a convertirse en una sólida realidad. Pasan cosas raras en jornadas como la que me espera hoy, aunque me he acostumbrado a ello con el tiempo.
Al salir, me recibe el callejón en que descansa mi casa por las noches. Aguardará por mí hoy como cada día en que me marcho a la calle. No quiero voltear a la izquierda; está oscuro y podría ver eso que -cuentan los vecinos- se aparece a veces. Dicen que es como una sombra negra que baila e intenta alcanzarte si pasas por ahí.
Llego al portón y abro la barra de hielo que funge como pasador. En la avenida encuentro que al frío aire le tiritan los dientes y éste deja venir sobre mí su vaho gélido, soplándolo sobre mi rostro y mis manos. El molesto ronroneo de algunos automóviles que pasan por el lugar profiere la misma oración que todas las mañanas: "Yiuhm","yiuhm", "yiuhm"... Una y otra vez, como enormes abejas diurnas que volaran caóticamente. Este enjambre se conforma mayoritariamente por las obreras, aunque hay algunos zánganos que duermen hasta las 9:00 a.m., las 10:00 a.m. o incluso hasta las 12:00de la tarde, aun tras dormir bien. De diversos panales ha emergido un gran zumbido, tan sólo para ir en busca de espacios más grandes para quedar encerrados por igual. En eso se va la vida.
Caminando por uno de los vasos capilares de mi colonia, me topo con los bastarditos de cuatro ruedas que llevan pan en sus entrañas. Si fueran despanzurrados, el primer olor que llegaría a mi nariz sería el de la mantequilla. Pero lo único que percibo son las flatulencias tóxicas que dejan al paso y que son agresivas con mi nariz y con mis ojos. ¡Óxido sulfuroso! Eso no es de Dios, lo juro. Sin más opción que continuar, saco mi bufanda antigases para evitar una muerte lenta.
Por fin llego. Estoy ante la entrada de un agujero subterráneo por el que viajamos quienes no poseemos abeja propia para viajar por las arterias de la gran ciudad. La entrada más cercana tiene arriba de sí un letrero que proclama: "Escuadrón 201". Ésta es, acaso, una parte de diversas entradas y salidas que enlazan una red de túneles. Cuando se es paciente, un anélido enorme y anaranjado llega al sitio para darle a uno un raite a donde se desee. Claro, siempre que se vaya a algún rincón de la urbe. Algunas veces, el movimiento del gusano es muy lento o de velocidad media, como si se tratara de un gusano medidor; otras, es tan rápido como el de una limusina. Me gusta ese nombre: la limusina naranja, o la limusina del pueblo.
Como sea, todos nos mostramos ansiosos por meternos ahí dentro, piel con piel, sudor con sudor. ¡Vaya lúbrico asunto!
Dentro del vagón todo se ve normal y civilizado. Aún hay sitios disponibles para tomar asiento. La cordura prevalece aún. Lamentablemente, la calma perdura sólo hasta que llegamos a la siguiente estación; entonces comienza una carrera que inicia en el límite de la puerta. Un "tut" largo y molesto es el detonador que indica: ¡Arrancan!
Parece que la gente de fuera no ve. "Sacaré algunas monedas para ellos", pienso. Y es que no se dan cuenta de que los obstáculos que perciben son personas y no objetos que impiden el paso hacia el interior de la bacanal.
Por fuera de sus cabezas, espectacularmente nítidos y en technicolor, surgen visibles globos como pantallas en las que uno puede ver lo qué piensan. Deseosos de entrar, desatienden el hecho de que sólo los gases son compresibles. Aplastan la materia de otros para reducirla, esperando así que deje de ser una oposición. Son laboriosos en ello. Reclaman su heredad dentro del vagón.
Mientras tanto, los de adentro no se quedan fuera de la competencia: uniformados como jugadores de americano, salen en busca no de un balón, sino del aire que debiera contener éste y que los espera en el andén.
Para cuando el timbre deja de sonar, algunos ciudadanos y ciudadanas (acorde con el Teorema de Fox), dejan la mitad del cuerpo fuera. Acaso dejan los juanetes dentro y los usan para estorbar el cierre de las puertas. Quisieran forzar al "metro" a avanzar con ellos colgados de las puertas. Como el tren no avanza, esperan concienzudamente a que la gente de dentro se desinfle a través de algún tipo de válvula, para que haya más espacio.
Espacio, espacio...
Eso le falta a la ciudad:
Espacio para convivir.
Espacio para respirar.
Espacio para dormir.
Espacio para comer.
Para ver tele sobra.
Falta espacio
para oír música,
para leer,
para aprender,
para conocer,
para estudiar.
Espacio...
para vivir.
Es obvio que estando los cuerpos tan cercanos generan tal calor que explotan los ánimos de vez en cuando.
ESTÁS LEYENDO
Un Día en la Vida (cuento distópico urbano)
General FictionLa vida nada ordinaria de un trabajador ordinario de la ciudad le lleva a crear monstruos en su mente. Ésta lo lleva a través de un laberinto de seres, colores y formas cambiantes... tan sólo para, quizá, encontrar algo de sentido entre la monotonía...