p1. Cámaras

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Las sábanas blancas exhibían ahora un charco de sangre penetrado hasta el colchón, la mujer gritaba mientras llanto y sudor empapaban su rostro. Pujaba, por instinto, el fruto de sus entrañas, grito a grito en medio del lamento se abrió paso entre sus piernas la criatura, roja de piel y cabellos, manchados por su reciente paso al mundo, pero ella no había terminado, sentía dentro cómo seguían empujando su vientre y entregándose de nuevo al dolor continuó su batalla hasta que el segundo niño hubo nacido.

Los varoncitos yacian uno sobre el otro, un par de manos se hicieron cargo de ellos y anudaron sus tripas, los limpiaron, se los llevaron. Cuando clamaron alimento sus bocas fueron llenadas con la leche de su madre y aquello fue lo último que recibieron de ella.

Horas más tarde los sujetos se juntaron alrededor de los críos, los pequeños tenían ojos grandes con pestañas blancas que apenas se veían con el reflejo de las bombillas, la piel en ambos era clara y pulcra así como sus cabellos, dos copitos albinos que pronto se ganaron la atención del público, aquellos que pagaban por verles en el horario establecido encendiendo las cámaras que vigilaban la cuna, fueron muchos los que les vieron crecer.

Cuando tuvieron edad los marcaron por encima del tobillo, un triángulo invertido de un centímetro por lado que cicatrizó para convertirse en sello de propiedad.

Cuando comenzaron a hablar los presentaron con otros niños de su edad, dos veces por semana los juntaban durante 24 horas en un salón de juegos donde las cámaras capturaban cada ángulo que allí hubiera, les vestían con truzas blancas y camisones que apenas rebasan la cadera, era difícil distinguir su sexo pero era poco lo que importaba, dormían sobre las colchonetas acurrucados entre si, alguno se quedaba entre los juegos dando suaves ronquidos mientras el resto en sus asuntos se dedicaban a existir.

Los cuidadores amoldaron sus mentes para convertirlos en objetos de placer, les presentaron los estímulos, los juguetes, sus cuerpos, les enseñaron a tocar y tocarse, a encontrar en el acto nada más que un juego, si se portaban bien los reconpensaban con pan dulce, si se resistían perdían el derecho a un día en el salón de juegos.

Los pequeños, sociales por naturaleza, evitaban ser aislados y se comportaban buscando la dulce recompensa. No les lastimaban, tampoco les gritaban, y los nenes coperaban en las actividades, aprendieron cuándo ignorar la cámara y cuando verla directamente, entiendieron las indicaciones no habladas y qué posición era la preferida. Cuando los varoncitos ganaron público, la cámara dejó de apagarse.

Pero los gemelos, unidos por un lazo más allá de la sangre, se miraban atentos uno al otro, indagaban en sus almas con solo un vistazo, se hablaban, se conocían, y nadie se enteraba, se sabían todo. Para cuando cuplieron doce, no había fuerza que pudiera separarlos.

La primera vez intentaron ponerlos en habitaciones distintas, pero esa noche ninguno durmió, se buscaban ansiosos y desesperados, tras un par de horas lloraban sin consuelo y no consentían ningún contacto que no fuera el de su hermano, no hubo más remedio que juntarlos nuevamente.

La segunda vez entrodujeron otra cama en su habitación, se les dió la indicación de dormir separados pero ellos volvieron a buscarse, cuando se les amenazó con el día de juego no les importó, y cuando quisieron forzarlos ambos niños recurrieron a mordidas y patadas para que les dejaran volver a abrazarse. Pero esa gente no se rendía.

Siguieron tratando, día tras día, pero los hermanos no cedían y pronto se convirtió en un problema mayor cuando los espectadores se cansaron de las rabietas. Preocupados por la pérdida se decidieron a mantenerlos juntos, pero los niños habían cambiado, y ahora no permitían que nadie, excepto el otro, pudiera tocarlos... Los años pasaron y las transmisiones continuaron, atendían las peticiones de la cámara y en su inocencia reían cuando su cuerpo cosquilleaba y hacía raro.

Un día los juegos terminaron y su mundo se derrumbó junto al azote de aquella puerta.

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