La Verdad sobre las Tormentas

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La otra noche estaba sentada fuera de mi casa. Era tarde y no podía dormir, así que salí a observar las estrellas. No eran visibles, pues una tormenta se avecinaba.

El viento azotaba las ramas de los árboles y mi cabello lejos de mi cara. Las nubes arropaban el cielo, y los rayos destelleaban detrás de ellas mientras los truenos se oían a lo lejos.

Recordé de pronto una historia que solían contarme cuando era más joven, sobre las tormentas y lo que eran en realidad.

Me dijeron que eran dragones, dragones reales, inmensos y nobles que protegían al mundo del mal quienes las provocaban.

El viento era causado por el batir de sus poderosas alas, los truenos eran el sonido de su temible rugido, y los rayos... Los rayos eran el resultado de su devastador aliento. Así luchaban contra el mal.

Lanzaban relámpagos y centellas a los enemigos de la humanidad, para mantenernos a salvo, y solo podían hacerlo cuando se nublaba para que nadie nunca supiera su secreto.
Sonreí con cariño al recordar tal historia, fascinada del hermoso cuento que mis familiares se inventaron para que no me asustara de esa simple fuerza de la naturaleza.

Levanté la mirada al cielo otra vez, pensando que lo mejor era entrar e intentar dormir una vez más, cuando un deslumbrante relámpago partió el cielo tras una nube... y fue cuando lo vi.

La imponente silueta de un gigantesco demonio alado que agitaba sus alas furiosamente.

Me congelé. Parpadeé con seriedad y volví a mirar. Un segundo rayo brilló y me dejó ver otras tres figuras como la primera, que se movían rápidamente por el cielo hacia donde las nubes eran más densas.

Por un instante creí que mi mente desvelada me estaba jugando una broma, sin embargo, el atronador bramido que siguió a los rayos me sacó de dudas.

Eran reales. Los protectores de la humanidad eran reales, estaban aquí y seguían cuidándonos desde las alturas del cielo, en las tinieblas de la noche y a las sombras de un secreto bien guardado.

Sonreí de nuevo y estudié la tormenta por última vez. "No lo sabrán por mí", prometí hacia el cielo y desaparecí en el interior de mi casa, dejando a las nobles bestias en su lucha ancestral, y sintiendo menos miedo que nunca.

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