Prólogo | Trocitos de debilidad

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     Si le preguntaban a cualquiera de los doctores o a cualquier otro paciente del hospital, todos habrían respondido que se trataba de un simple techo de color blanco.

     Si le preguntaban a Collei, ella respondería vagamente que se trataba del techo de la habitación doscientos tres, que había sido ingresada hace cinco o seis horas y que otra vez se habían olvidado de dejar entreabierta la cortina para que al despertar pudiese ver las estrellas.

     Era lo normal en esas situaciones.

     Collei fue diagnosticada con una antigua y rara enfermedad incurable el mismo mes que cumplió seis años, y desde entonces, cada vez que la joven sufría una recaída su familia no tardaba en llevarla al mismo hospital para que la misma doctora de siempre atendiera a la menor; también, la doctora recetaría el mismo tratamiento de todas las veces, diría su famoso discurso de "Seguimos investigando una cura" y luego se iría hasta dentro de tres días con algunas palabras de ánimo para la peliverde, que no hacían más que recordarle su patética condición.

     Collei no fue consciente de que aquel día era su cumpleaños número doce hasta que logró ver la pegatina que se había puesto la noche anterior en el dedo índice.

     — Tenía que ser hoy... — musitó, con la mascarilla de oxígeno puesta en la boca —. Mamá se esforzó mucho en hornear el pastel y papá gastó mucho en las decoraciones para la fiesta...

     No era solo su madre. Su hermano mayor, Tighnari, le había estado presumiendo lo bello que era el regalo de cumpleaños que le había comprado y lo mucho que le gustaría, en un tonto show por ocultarle a su hermanita los pinchazos que tenía en los dedos por culpa de la aguja y las malas lecciones de costura que Amber (la mejor amiga de Collei) le había dado.

     También recordó las invitaciones que tanto se había esforzado en hacer y lo mucho que le había costado acercarse e invitar a las pocas chicas que conocía de su clase, y cómo estas, a pesar de no interactuar demasiado con ella, aceptaron con gusto y le prometieron que irían sin falta.

     "Quizás me excedí... Este debe ser mi castigo por intentar acercarme a otras personas, sabiendo que estoy sucia...", pensó, sintiéndose impotente, sin poder contener sus lágrimas y siendo consciente de que no había nadie cerca para consolarla.

     La recaída había sido más dura de lo habitual y la doctora ordenó que la chica fuese aislada en la sala para evitar un posible contagio, dejándola a su suerte y muy en el fondo de su corazón deseándole el descanso eterno a la pobre criatura que había visto crecer entre suspiros y expresiones de lástima.

     Y mientras las lágrimas caían de su rostro y en su corazón solo se repetía una y otra vez su deseo de no volver a esa sala de hospital, ya fuese por la desaparición de su enfermedad o por la visita temprana de la muerte, la puerta se abrió y alguien ingresó a la sala.

     Los ojos llorosos de Collei pronto se encontraron con un chico delgado y de ojos apagados, que, sin dirigirle la palabra, se acercó hasta la mesita que había al lado de la camilla y tomó los papeles con el informe médico de la chica.

     — ¿Q-Quién eres...? — preguntó con la timidez que la caracterizaba, intentando mover sus manos para limpiarse las lágrimas —. N-No deberías estar aquí.

     El recién llegado la miró un instante y luego desvió la mirada, mientras sus mejillas se teñían levemente de rojo y sus manos empezaban a temblar.

     — L-Lo siento... Me pidieron que viniese a buscar tu informe... — él agachó la cabeza —. L-Lamento haberte molestado...

     Dos suaves toques llamaron a la puerta, y tras unos momentos, otra persona ingresó al cuarto. El hombre venía vestido con el delantal blanco del hospital, pero su apariencia era un tanto más informal; su cabello estaba algo desordenado para ser un médico y sus ojos no parecían muy amables.

     — Veo que la supuesta señorita prodigio no mentía — dijo el sujeto, aproximándose a la camilla; no dudó en hacer contacto visual con la joven —. Buenas tardes, pequeña. ¿Sientes alguna clase de entumecimiento? ¿Picazón en los brazos?

     El tener que interactuar con dos desconocidos en tan poco tiempo le dejó en shock, sin poder hablar, pero tras unos segundos logró reunir fuerzas para responder "No" con un movimiento de cabeza.

     — Me alegra que sea así — el hombre se paró recto y luego recibió los papeles que le entregó el rubio, para finalmente detenerse a contemplar la bolsa con la medicina líquida que él mismo había solicitado administrarle; miró entonces al joven —. Ya has cumplido con tu misión. Puedes retirarte, Freminet.

     El rubio asintió en silencio y tras un último intercambio de miradas en el que no fue capaz de tenderle su pañuelo para que se limpiase la cara, volvió a agachar la cabeza en señal de disculpas y finalmente se retiró como una estrella fugaz de la habitación.

     Collei empezó a preguntarse si acaso le habían dopado con alguna medicina nueva que le hacía ver alucinaciones, pues ella sabía de sobra que cuando le aislaban en esa sala, nadie entraría sin autorización de la doctora.

      No tuvo demasiado tiempo para divagar en esa idea ni mucho menos para pensar el chico rubio, pues tuvo que escuchar el monólogo de presentación del doctor Dottore (quién aparentemente era un ex profesor de su hermano mayor) en completo silencio para intentar encontrar en las palabras del adulto esa pizca de mentira con la que todos los doctores la trataban cuando la veían. La peliverde puso toda su atención en sus labios, en sus gestos y en la forma en la que se paseaba por la habitación, pero cuando finalmente el silencio regresó, no fue capaz de hallar eso que buscaba.

     Aquellas palabras que le prometían curarla de su enfermedad y sacarla de esa miserable vida que llevaba, eran dichas con honestidad.

     Y mientras que Collei volvía a llorar tras recibir una pizca de esperanza, Freminet se detuvo en la entrada del hospital y miró hacia atrás por primera vez en mucho tiempo, recordando como los sueños de la chica que acababa de ver se reflejaban en sus ojitos de amatista.

     — Ella... — susurró, mientras una mano se posaba en su hombro —. Padre, ¿De verdad llorar es un símbolo de debilidad...?

     Arlecchino abrió el paraguas.

     — Las lágrimas son producto de los sentimientos, y los sentimientos derivan en una misión fallida — declaró la mujer, empezando a caminar hacia el auto con su hijo adoptivo —. ¿Lloraste acaso mientras realizabas tu trabajo?

     Él negó con la cabeza.

     — La chica que el señor Dottore visitó estaba llorando cuando entré a su habitación — respondió él, mirando el piso —. Sus exámenes médicos describían a una persona físicamente débil, pero...

     Freminet se detuvo y sonrió con timidez.

     — Pero ella es una persona fuerte de corazón...

     Arlecchino le hizo una suave caricia en el pelo al chico y tras unos segundos, le hizo un gesto para seguir avanzando.

     Ella se juró a sí misma que no volvería a dejar que sus hijos recibieran órdenes directas de Dottore, pues siempre que lo permitía, estos aprendían cosas que ella no quería enseñarles.

— Val ✨💜

Art by: very_ito (twitter)

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