Capítulo 1: La fuga

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Capítulo 1: La fuga

Sabía que una vez estuviera a salvo, la sensación de extenuación que la solía invadir tras forzar la vista más allá de sus propios límites volvería a recaer sobre ella. Aun así, Cath decidió emplearse a fondo una vez más. Puede que esta sea mi última oportunidad, tengo que hacerlo. Quizá tras ser capturada por los dos imponentes guardias que custodiaban el enorme portón de la muralla del castillo no volviera a ser capaz de contemplar el despejado cielo nocturno a través de la pequeña hendidura de las paredes de su minúscula y asfixiante celda. Al menos ya no tendría que intentar agrandarla rascando con sus propias uñas en el duro y frío cemento, noche tras noche. Sin descanso.

Huir de los guardias que custodiaban la Fortaleza Noroeste –la única que ella había conocido desde dentro o, al menos, la única que ella recordaba conscientemente– no era tarea fácil, pues en ese majestuoso edificio los guardias eran, en su mayoría, corredores. Esto es entendible si se tiene en cuenta que la fortaleza donde Cath había estado recluida por diez interminables años era una de las más largas de todo el Señorío Occidental: sus pasillos no eran laberínticos y compactos, como los de otras fortalezas que se extendían a lo alto y no dejaban espacio al eje horizontal, sino más bien daban la ilusión de ser una línea recta que no acababa nunca.

De hecho, era precisamente esa sensación de infinidad lo que Cath experimentaba mientras forzaba sus entumecidas piernas para alejarse de su cubículo lo máximo posible, antes de que aquella pareja de idiotas engreídos descubrieran que la celda número nueve estaba más silenciosa –y más vacía– que de costumbre. Lo de «idiotas engreídos» era, claro está, producto de Cath: ese era el cariñoso apodo mediante el cual se dirigía a la pareja de guardias que se dedicaban a custodiar las diez celdas de esa parte de la fortaleza. Aquellos soldados no solían seguirle el juego a la reclusa cuando esta decidía provocarlos apelando a su falta de decoro. Ellos simplemente se limitaban a ignorarla en silencio, algo que, como no podía ser de otra forma, Cath interpretaba como una evidencia más de la estupidez de aquel dúo, argumentando que su naturaleza de corredores provocaba que sus piernas recibieran más sangre de lo habitual, dejando a sus cerebros sin oxígeno suficiente como para actuar de forma medianamente humana.

La joven, una vez ampliaba su sentido de la vista, era capaz de detectar una migaja de pan que se encontraba a decenas de metros de ella. Aunque pasara hambre a diario, había dos grandes razones por las que no recurría a esos "poderes" para encontrar comida: la primera, por la fatiga extrema que tenía que soportar minutos después de aguzar su vista. La segunda, porque lo único que podría recolectar del suelo desde su celda se debía encontrar dentro de un radio de unos cuarenta centímetros, que era la longitud máxima a la que llegaba extendiendo su brazo a través de los barrotes hasta casi descoyuntárselo. Pero si existía alguna palabra que definiera a Cath, esa era «ingeniosa». 

Era consciente de que aquellos podrían ser sus últimos momentos de vida si cometía algún error de aparente poca importancia, como tropezar con un adoquín mal colocado, o girar la esquina incorrecta, y algún guardia la detectaba. Era por eso que esta vez se encontraba a sí misma corriendo en línea recta, intentando mantener el equilibrio –algo difícil cuando tus piernas no están acostumbradas a andar más de un kilómetro al día– a la vez que escrutaba con una visión privilegiada todo aquello que tenía por delante.

Mientras potenciaba sus ojos, Cath a menudo sentía que su capacidad de razonar e idear planes improvisados también mejoraba ligeramente, aunque eso es algo que ella nunca supo explicarse. Desde aquella noche de hacía ya nueve años durante la cual miró a la luna sin descanso por dos horas y, lejos de cegarse, sus ojos parecieron haberse adaptado a la oscuridad del castillo, Cath nunca había sido capaz de dar una explicación lógica respecto a su extraña habilidad. Para ella todo parecían efectos secundarios. Claro que tampoco había intercambiado palabras con mucha más gente además de con sus dos inexpresivos guardianes, por lo que no había podido intercambiar sus inquietudes en busca de respuestas. Sin embargo, pronto todo aquello a lo que ella estaba acostumbrada cambiaría...

Parece que esos idiotas no se han despertado aún. Genial, ahora solo falta encontrar la salida de esta asquerosa mansión. ¿A quién narices se le ocurrió que sería buena idea tener que caminar tanto hasta llegar desde las celdas hasta la muralla? Ni que fuéramos tan peligrosos los tres presos de este ala... ¿O éramos cuatro? Total, ese tal Edwin no es demasiado hablador que digamos, así que no sé si sigue vivo. Bueno, y ese otro que está en la celda de al lado... ¡Por Dios, Cath, céntrate! Te estás jugando la vida , ¿y te pones a pensar en los malditos pres...?

Un estridente chirrido sonó en la lejanía detrás de ella, recorriéndole la espalda de arriba a abajo y provocando que el poco vello que tenía en los brazos se erizara. Cath conocía ese ruido como ningún otro. Solo podía ser una cosa: la puerta de su celda. La habían descubierto, y ya no había vuelta atrás.

Las alas de la rebeliónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora