Día 1: Primer día de otoño

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Cuando Law abrió por fin los ojos, se encontró con la luz del sol que entraba por la ventana y le daba directamente en la cara.

Parpadeó sin comprender el mundo que le rodeaba, catalogando la sensación de descanso con las piernas sueltas, el calor de la cama y de la persona que estaba a su lado, junto con el sonido de los ronquidos suaves y de los pájaros del exterior. Con un giro de cabeza, miró el reloj analógico de su mesilla de noche, -que había elegido porque encajaba con su ascetismo pero era un coñazo cuando acababa de despertarse- intentando descifrar la hora. Al final dedujo que eran las 8:36 y se permitió una sonrisa. Ambos se habían dormido alrededor de las tres, lo cual no estaba nada mal teniendo en cuenta sus desastrosos hábitos de sueño, así que había dormido cinco horas y media, nada mal para un insomne como él.

A pesar de la molestia de tener que entrecerrar los ojos para ver, no era eso lo que le había despertado. En realidad, nada le había despertado, se había despertado solo de forma natural, lo cual era casi un concepto completamente extraño hoy en día. Seis días a la semana, su despertador le marcaba la hora de levantarse y sólo los sábados podía dormir todo lo que quisiera. (El hecho de que después de las ocho y media se contara como "dormir hasta tarde" no necesitaba ser señalado).

Con un suspiro exhalado, se dejó caer sobre la almohada, plenamente satisfecho de permanecer en la cama un poco más. Hoy era domingo y uno de sus raros días libres; no un día libre de guardia, sino un verdadero día libre de trabajo durante veinticuatro horas completas. Estaba dispuesto a aprovecharlo al máximo, y eso empezaba por holgazanear durante al menos veinte minutos más. Al cabo de un rato se aburrió, así que se puso de lado para coger el teléfono del cargador y echar un vistazo a sus feeds.

A las nueve en punto, se separó del capullo de mantas y salió de la cama sin hacer ruido para no molestar a su marido dormido. En el vestidor, rebuscó en los cajones donde guardaba su ropa de entrenamiento, sin prestar atención al aspecto del conjunto mientras se vestía con un par de mallas deportivas con bolsillos, una camiseta ajustada y un jersey fino. Siempre hacía ejercicio por la mañana, mientras escuchaba un audiolibro o las noticias, como forma de poner en marcha la sangre y la mente. Le parecía el momento más productivo para hacer ejercicio, ya que por las tardes era más difícil programar tiempo.

Cogió las zapatillas y los calcetines, junto con el teléfono, y salió del dormitorio en silencio. Apenas había chirriado al abrir la puerta cuando se encontró con dos perros de gran tamaño que intentaban saltar sobre él y sobre sí mismos.

Bepo, un gran pirineo casi dócil que había sido compañero de Law durante doce años, se contoneaba alrededor de sus piernas, moviendo la cola furiosamente mientras saludaba a Law como todos los días que había podido. Sunny, la enérgica Golden Retriever roja de cuatro años que pertenecía mayormente a su marido, estaba ansiosa por unirse a la diversión de los saludos matutinos. Ambos sabían que cuando hacía buen tiempo había muchas probabilidades de que pudieran acompañarle en su carrera matutina; si hacía mal tiempo, podían molestarle mientras se ejercitaba en el despacho doméstico al que ahora accedía.

En el gran espacio abierto, hizo su calentamiento habitual, estirando las piernas, los brazos y la columna vertebral con una variedad de movimientos dinámicos para prepararlos para el trabajo más duro que le esperaba y elevar su ritmo cardíaco, aunque concentrarse fue un esfuerzo inútil porque Bepo seguía intentando que jugara al tira y afloja y Sunny no dejaba de lamerle la cara cada vez que se inclinaba. Se rindió tras unos cuantos intentos inútiles de tocarse los dedos de los pies, tumbándose en el suelo para aceptar su destino de convertirse en un poste para lamer perros. Se quedó sin aliento en cuestión de segundos por el peso combinado de 190 libras de dos perros retorciéndose encima de él y riéndose de cómo se agitaban, demasiado emocionados incluso para manejarse a sí mismos. Finalmente se los quitó de encima y volvió a coger los zapatos para bajar las escaleras, que ellos saltaron por delante de él y luego doblaron para amontonarse cuando se sentó en el segundo escalón más bajo para atarse sus carísimas zapatillas de correr que valían cada céntimo.

Momentos Contigo - LawluDonde viven las historias. Descúbrelo ahora