Untitled Part 1

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La boca de la cueva no era enteramente negra. Era más como un azul profundo, oscuro, maligno. En contra de mi corazón que gritaba seguir corriendo, y en contra de mis nervios que no obedecían mi orden de parar de temblar, entré. A los pocos metros el suelo cambió, de una tierra seca a una arenosa y húmeda. No tenía ni una señal de mi becerro, y eso que es blanco, mi abuelo decía que las cosas blancas se apreciaban aún en la oscuridad. 

Sacrifiqué parte de la paja que traía para usarla de cebo, y junto con parte de un pañuelo y las últimas caladas de mi cigarro, logré hacer una suerte de antorcha para guiar mi camino. Ahora podía ver la arena en la que caminaba, su blancura me hizo sentir preocupación. No era buena señal, sé que los Lavantes suelen dejar blanca la arena cerca de sus madrigueras. Pero no olía su característico azufre ni el molesto olor de madera quemada.

 Tal vez habitaron aquí un grupo pequeño hace tiempo que ya migraron. Además, al acercar la antorcha a las paredes no había nada de restos tiznados. Solo la roca fría grisácea.

-Corre imbécil- Me dije al comenzar mi carrera dentro de la cueva en busca de mi vaca, pero duró poco, me tropecé con una rama. Quizás tener el cabello tan largo y no sujetado también era motivo para no poder ver bien el camino. Tomé otra vez la antorcha, amarré mi cabello en una cola con la dona verde que la hija del panadero me regaló, y no pude evitar pensar que tal vez no podría salir de esa cueva nunca, y no podría volver a ver su mechón blanco de cabello, producido seguramente por un lunar. Quizás nunca podría preguntarle su nombre. Quizás nunca le llevaría una canasta de fruta, ni vería otra vez a mi papá, a mi mamá, ambos a quienes les tengo coraje y esa misma tarde no los quería volver a ver, pero en ese instante daría lo que fuera porque estarían conmigo... Me levanté y estuve a punto de abandonar a Berenice. Pero no podía hacerle eso, me salvó hace unas semanas de queme aplastara el toro de don Silverio, aunque sea por accidente (corría detrás de un conejo que llevaba su irresistible flor morada, al pasar corriendo su lazo se enredó en mi pata y me arrastró hasta la entrada de los campos de doña Julia, evitando la embestida). 

Escuché el mugido de Berenice provenir de lo profundo de la cueva, y al verificar que no había olor ni nada que me hiciera creer que había algún Lavante, corrí hacía adentro. 

Encontrarla, cargarla y huir, ese era mi plan. 

Después de estar trotando un par de minutos encontré a Berenice, estaba revolcándose feliz en el suelo y tenía restos de la flor morada a la que era adicta a su alrededor. Le susurré con enojo que tiene que dejar de doparse o un día de estos se perderá para siempre. No sabía cómo iba a poder cargarla y mantener la luz guiando mi camino. Elegí extinguir la antorcha improvisada tirándola al suelo y matando la llama con golpes de mis zapatos. Encuanto lo hice me arrepentí, no se veía nada más allá de las manchas blancas de Berenice. Pero entonces, hubo un sonido, algo enorme y que debía a pesar de toneladas se estaba arrastrando. Mi corazón quiso salirse de mi pecho al escucharlo. Tome mi becerra, lacargué, le di un poco de la sal azul que guardo para ella en mi morral de piel para que se tranquilice y quise comenzar el viaje de regreso.

Puse a Berenice en mis hombros y ahora corrí, y oh, como puedo ser tan imbécil, a los cuatro pasos me estampé en la pared de la cueva. Sentí algo tibio salir de la raíz de micabello, ya los segundos me ardió. Vaya pedazo de golpe me comi, pero no fue tan fuerte para soltar a Berenice. Ahora oía el pataleo contra la arena provenir de un lado de la cueva, el Lavante ya debería de haber percibido nuestra presencia. Decidí correr al lado contrario, una vez encontré el camino. 

Corrí hasta que los músculos de mis piernas me quemaron, no corría así desde mis días de gimnasio en la ciudad. Y a los pocos minutos vislumbré a lo lejos una luz, suspiré de alivio, la dulce, dulce salida estaba ya a la vista. Seguí corriendo hasta que el horror se apoderó de mí: La luz era producida por las crías de tres Lavantes, eran unos cuerpos cafés conbrillos que salian de grietas y arrugas, del tamaño de perros callejeros. Su piel me hacía grabar a la masa que queda antes de preparar pan de Muerto. Estaban dormidos, sus exhalaciones hacían alumbrar más sus grietas amarillas. 

Y en un instante, ese pataleo contra la arena se hizo fuerte y pude ver a un Lavante por primera vez en mi vida: Media como tres metros de alto, su piel parecía ser fuerte y sólida, con pocas grietas que producían luz amarilla, pero en su cuello había más. 

De su cabeza nacían cuatro pequeños cuernos que parecían estar esperando poder salir de la piel. Su hocico con colmillos inferiores saliendo prominentemente. Y sus ojos. Sus horripilantes ojos rojos, un rojo que gritaba furia y descontrol, y juraría que al dirigirme esa bestia su mirada, parecía burlarse de mi estupidez, disfrutar de mi temor que debía reflejarse en mi ya de por sí pálido ser. 

Tomó aire con mucha dificultad, el sonido como de un tractor queriendo arrancar. Yo abracé a Berenice, me hinqué y le rogué al dios de las vacas se apiadara de nuestras almas, deseando haberle preguntado a la hija del panadero su nombre desde la primera vez que la ví. Deseando que mis papás pudieran perdonarme ser tan necio, perdón, perdón, perdón a todo lo malo que hice en mi paso por esta tierra. Pero nunca aparte la mirada. Después de que el Lavante tomó suficiente aire, gritó, expulsando de su hocico una baba brillante, no pude notar lo ardiente que era, para cuando me di cuenta de que había alcanzado mi piel, mi existencia ya había terminado.

La MadrigueraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora