Decir que tenía miedo, era poco. Alejo estaba aterrado.
Podía sentir con exactitud como se le erizaba la piel, como le temblaban salvajemente las manos, pero sobre todo era demasiado consciente de que lo estaban siguiendo.
Quizás no fue tan buena idea salir a caminar al parque termal de Santa Fé, solo y a oscuras. Tal vez no fue la mejor idea recorrer aquel terreno abandonado, un viernes trece, porque estaba estresado de un agitado día facultativo.
Claramente podría haber tomado otra opción, como llamar a Matías -su mejor amigo- para hacer catarsis, mirar El Diario de una Pasión por octava vez, o sencillamente dormir. Pero ya está, ya lo había hecho. Ya estaba en el baile.
Se decidió por empezar a correr.
No estaba delirando, había visto como un hombre alto, delgado y vestido de negro lo había comenzado a seguir una cuadra atrás. Lo que le resultó alarmante fue la campera con capucha que lo cubría y como parecía que escondía algo en un bolsillo.
¿Y si era un arma? ¿Lo iban a matar? ¿Era este, oficialmente, el último día de su vida? ¿Lo iban a torturar hasta que desee no estar vivo?
Las preguntas salían disparadas por su cabeza, podía escuchar pasos trotando casi a la par suyo. Estaba desesperado. No sabía que hacer, había dejado su celular en el depto, no tenía forma alguna de comunicarse con alguien.
No podía correr.
Estaba angustiado, completamente agobiado, miraba para los costados y veía árboles, árboles, árboles y más árboles. No le salía la voz, tenía la garganta seca, no podia pedir ayuda. No veía a nadie, se sentía solo, asustado, no podia creer como no se había despedido de Bruna con un abrazo más fuerte, más duradero, esa mañana que desayunaron juntos. Se arrepentía de tantas cosas.
No se merecía esto, no era su destino morir de esta forma, no era justo. Alejo Véliz no era mala persona, nunca le había deseado el mal a alguien sinceramente (a pesar de sus insultos hacia ciertos leprosos), siempre ayudaba a cualquiera que necesitara de él sin exigir nada. El rosarino era bondadoso. Nada de esto era justo, lo sabía.
No se había despedido de sus papás, ni de sus amigos. No se le había declarado al chico que le gustaba hace tantos años, no había hecho tantas cosas.
Sus piernas estaban cansadas, no escuchaba nada, sentía que en cualquier momento iba a caer rendido en el pasto cubierto de hojas recién caídas .
A lo mejor, le podría hacer frente al hombre que lo perseguía y enfrentarse en un mano a mano, pero ¿y si era un arma lo que había visto? No tenía posibilidades de ganar. Estaba acabado. Era una pérdida de tiempo seguir luchando, seguir con esperanzas de sobrevivir, no valía la pena si al fin y al cabo lo iban a matar, solo postergaba la muerte.
Estaba tan sumido en sus pensamientos que lo próximo que registró fue que se había caído, tropezando con sus propios pies. Por primera vez fue consciente de que estaba sollozando violentamente. Seguro su estado era deplorable.
Pero lo que más le sorprendió fue escuchar un "Alejo", un grito ahogado.
Paró de llorar abruptamente.¿Era era...?
— Alejo, ¿sos pelotudo? Te estoy gritando hace como cinco minutos que soy yo, imbecil.
Soulé lucía cansado, se agarraba el cuello e inhalaba profundamente para después exhalar. Pero, por otro lado, Alejo estaba enojado.
Probablemente nunca había estado tan enojado en su vida como en ese momento.
— Matías, pelotudo de mierda, ¿vos queres que yo me muera de un infarto? ¿Queres que te cague a piñas, estúpido?