Dormía apaciblemente, con los cabellos rojizos desparramados por la almohada de plumas de garza, las delgadas piernas blancas ligeramente flexionadas, enredadas en la manta que lo protegía, mal que bien, de las corrientes de aire nocturnas. Cada pestaña brillaba armoniosamente gracias a los vespertinos rayos del joven sol, tornándolas de rojas a doradas. Incluso la mesa de encino destilaba un poco de luz a la escena. En conjunto, su figura le daba un toque encantador a la austera cabaña en la que vivía.
No sabría decir que fue lo que le despertó. Quizá habría sido la suave y fresca brisa matutina recién nacida, o la tenue melodía que se escurría en sus tímpanos, un delicado tañido de cascabeles que los infantes se ataban a las muñecas aquél día. O los pájaros del nido que tenía en el techo, que hacían más barullo que el torbellino de gente en la plaza.
Se dio la vuelta, borracho de sueño, e intentó poner su cerebro en marcha, de esas veces en las que estás totalmente seguro de que algo se te escapa. Tras un rato de mover las piernas contra el lecho, recordó súbitamente el motivo de aquél mudo jolgorio; era el día de la Cola del Zorro. ¿Qué era eso? Ah, sí, esa festividad legendaria que, año tras año, el séptimo día de Otoño, adornaba de listones rojizos y campanillas las empedradas veredas del pueblo que lo había visto nacer. Las calles se engalanaban únicamente por la ferviente creencia del antiguo mito que afirmaba que, tan sólo por ese día, los Señores Fundadores de su Región, los Zorros, bajaban desde la Villa del Sol, pasando por el Bosque de los Eternos Encinos.
Sólo eso.
Desperezóse de golpe, con un dolorcillo entre las meninges, tomando prestada la frescura del agua, secando con una recia manta los vestigios de ésta. Apenas ayer, en las vísperas de la culminación de la celebración, en plena mascarada de Ojos de Zorro, un viajero había llegado, hasta la puerta del único hostal a millas a la redonda. No era un mal lugar, estaba dotado de una belleza rústica, con un aura luminosa que se percibía apenas poner un pie en Feraline. Feraline, verdaderamente ese era el nombre de aquella aldea, encerrada en su amor por la naturaleza, aunque el puño de gente fuereña que sabía de su existencia simplemente se refería a él como «La Aldea de los Zorros».
«Mitos, nada más que mitos», pensaba el apuesto joven... no, no apuesto. Él era bello como una sidhe, de una galanura andrógina, pintada a acuarela en sus finas facciones, en su cabello ondulado con mechones pelirrojos que se negaba a cortar, y que llevaba recogido en una alta coleta. Escéptico como el científico más experimentado, y terco como una mula.
Fueran o no fueran sólo leyendas, lo cierto era que le fascinaban las festividades por el mero hecho de poder desempolvar el viejo y complicado instrumento de cuerdas que había sido el único objeto legado por su padre adoptivo al «regresar a la Villa del Sol», la manera romántica en la cual los habitantes de Feraline veían a la muerte. En eso pensaba, al meter la mano en la ajada bolsa de cuero en la que guardaba el claraper de cinco cuerdas, instrumento que recordaba a una cruza de flauta transversal y lira. Aprendió a tocarlo a la tierna edad de seis primaveras, y se volvió un experto apenas tres años después. Los monjes y sacerdotisas del pueblo le rogaban que tocase cada vez que llegasen las fiestas, y él no les decía que no. Ya se había arraigado a esa costumbre desde la infancia, pese a que prefería ser arisco y manterse al margen de la alegría colectiva.
Y por supuesto, las novedades.
Sí, el fuereño, venido quizás de alguna ajetreada ciudad ajena, y, como cada vez que sucedía un acontecimiento tan raro como ése, se reunían en la taberna del lugar, a escuchar sus aventuras y vivencias, con la misma expresión que ponen los niños ante un cuentacuentos. Era un hombre bien parecido, de porte elegante, sin perder la esencia rústica y campestre de cazador. Calzaba recias botas de cuero, sobre los anchos hombros llevaba una capa verde como el corazón de la Madremonte, con una capucha que, desde su llegada el día anterior, no se había quitado. Sus felinos ojos verdes parecían hechos exclusivamente para encerrar misterio y seducir. Y a nadie le pasó desapercibida su penetrante y escrutadora mirada, aunque tal vez sólo Claire se sintió atraído por la sensualidad que emanaba.
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El viento de los zorros.
Fantasy"The wind was a torrent of darkness among the gusty trees. The moon was a ghostly galleon tossed upon cloudy seas. The road was a ribbon of moonlight over the purple moor, And the highwayman came riding— Riding—riding— The highwaym...