Trato

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Leo San Juan a sus escasos 17 años se escondía aterrado del diablo; hecho un ovillo junto al altar de una de las cientos de inglesas de Puebla, el adolescente aguardaba en silencio a que el mortífero peligro que lo acosaba se rindiera y lo dejara en paz al menos por esa noche.

Sentía el sudor frío deslizarse por su pálido cuerpo mientras trataba de controlar el temblor de sus manos provocando por la ansiedad de la incertidumbre. ¿Seguiría afuera? ¿Realmente una iglesia común sería lo suficientemente fuerte como para protegerlo? No lo sabía pero esperaba que la respuesta fuera un sí. En ese momento lo único que tenía eran esos cuatro muros benditos pues ya no existía nada ni nadie en quién pudiera apoyarse. Jamás creyó que volvería a encontrarse de cara con la muerte tras la pérdida de sus amigos.

Los últimos seis meses fueron tranquilos y milagrosamente normales para él: Ayudaba en la panadería, cuidaba de su abuela e incluso llegó a recibir una emotiva carta de parte de Valentina pidiéndole regresar algún día a Guanajuato, y habría deseado continuar así si no fuera porque al Charro Negro se le había ocurrido iniciar una ardua cacería por él aunque no existieran ya razones para desear su alma.

Como resultado de lo anterior, Leo ahora temía estar al borde de ser condenado a pasar la eternidad en el infierno por creer ingenuamente en la derrota de un demonio con semejante poder. Acurrucado frente al altar del templo, el chico comenzaba a rezar mentalmente tratando de al menos recibir socorro divino.

Por favor, Dios, que se vaya. Que se rinda y se vaya, rogaba con el corazón latiéndole tan fuerte que le inquietaba que sus palpitaciones lo delataran y cobraran su vida.

Definitivamente no quería morir, era joven y no estaba dispuesto a dejar la nueva vida que apenas comenzaba a construir, no tan pronto. Comenzó a pensar en lo que le gustaría hacer a futuro, imaginó el regreso de sus amigos e inconscientemente su mente dejó de repetir oraciones en bucle y su cuerpo fue relajándose de a poco. Recordar a Don Andrés, las calaveritas, los alebrijes, a Xochitl y Theodora le resultó bastante terapéutico en medio del desgastante estrés que lo consumía, su respiración se reguló y dejó de temblar; inconscientemente fue alejándose de la tétrica realidad en la que se veía atrapado y podría haberse sumergido por completo en alegres fantasías de no ser por el repentino crujido de la enorme puerta de madera del templo, seguido de un golpe que la hizo añicos. Estalló en millones de diminutas astillas que quedaron dispersas como polvo sobre el suelo.

Las velas que alumbraban el umbral se apagaron con un soplo helado y su luz fue reemplazada por la palidez de la luna, que dio entrada a la atractiva figura del diablo.

—¡Leonardo San Juan! —rugió el Charro con un tono de voz tan triunfal como cabreado; finalmente tenía a su presa frente a él y en su mente comenzaban a idearse una y mil formas de torturarla con la mayor crueldad posible, formas de mancillar su nombre, su alma y su cuerpo a la par—. Esperé demasiado para volver a verte.

—El sentimiento no es mutuo —masculló Leo sin esperar que el otro lo oyera.

Quería levantarse, correr, pero la flamante e iracunda mirada del hombre clavada en él por sí sola bastaba para paralizar sus piernas. Miró a todas partes y rápidamente cayó en cuenta de que la única salida viable era el agujero que había quedado en ausencia del par de puertas, trágicamente bloqueado por dos mortíferos obstáculos: El Charro, que se aproximaba a él con pasos lentos y, por fuera, el espeluznante caballo negro de ojos carmesíes, galopando en círculos atento a cualquier orden. Se había convertido en un cordero arrinconado en su propio corral.

—Esconderte en una miserable Iglesia, ¿te quedaste sin ideas, Leo? —canturreó el hombre fingiendo decepción ante su inocencia—. Nada impedirá que cobre lo que me debes... Ni siquiera una jodida iglesia.

Forzado [Charrleo] 18+ Donde viven las historias. Descúbrelo ahora