Prólogo: Una muerte anunciada.

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Morir es una verdadera tortura. Pero no, no es por el miedo a desaparecer o lo que sea que suceda cuando la vida te abandona. Temer a lo desconocido es normal. En mi caso, lo que me atormenta es el hecho de despedirme de mis conocidos. Por favor, estoy agonizando desde hace un par de días. Concedanme un poco de paz y comodidad como último deseo.

En fin, sé que soy afortunado. Muchos no tienen la posibilidad de decir adiós. Es irónico, yo no tuve la ocasión de despedir a tantas personas como las que han venido a despedirme. Mi esposa estaba durmiendo cuando falleció. A la mañana siguiente le dije “adiós”, sin embargo, ella no me pudo responder.

Ahora estoy en mí habitación. Me encuentro en medio de mi cama, que es una matrimonial. Desde la sintura para abajo me abriga un cobertor de tigre, me gustan los tigres. Es como si estuviera en los tiempos de mi mami o tal vez de mis abuelitos. Además tengo una pantalla plana en la pared, un buró para poner mis cosas y muchas sillas para que se siente mi familia. Eso es todo, no necesito nada más para morir.

—Papi…

Esa fue mi hija llamándome. Ella es la viva imágen de su madre. En serio, incluso tiene el mismo corte de pelo ridículo que la caracterizaba a esa edad. Bueno, creo que mi amada murió un poco más joven de lo que es mi hija actualmente.

—... ¿estás seguro de esto?

Es igual de insistente que su madre. “¡Que si!, ya te dije que si. Me quiero morir en está casa, dónde murieron mi mamá y mis abuelos. Y luego quiero ser enterrado en el mismo panteón, en este pueblo que está en medio de la nada”, quise decir eso. Pero mejor no, en su lugar…

—Hija, ya no tengo tiempo para discusiones sin sentido. ¿Es tan difícil aceptar mi desición? —susurré.

Así es. Todo esto es porque ella cree que merezco algo mejor, mucho mejor. Una muerte más espectacular, por decirlo de alguna manera. Hemos discutido hasta el cansancio respecto al tema. Incluso ahora, en mi último día, no me deja en paz. Bueno, no importa.

—Pero…

Levanté mi mano derecha, con ese gesto la mandé callar. ¡Oh si! ¡Siempre quise hacer eso! No puedo creer que cumplí uno de mis deseos justo en mi agonía. Parece que por fin se rindió.

—Papá...

Ahora me habló mi hijo, es dos años menor que mi pequeña. Para indicarle que lo escuché, gire mi cabeza en su dirección. Le dedique una mirada tranquila para alentarlo a hablar, parece que entendió.

—¿Tú… no tienes… algún remordimiento?

—¡Hermano! ¡Eso es… ¡No debes…

Levanté mi mano y la mandé callar otra vez. ¡Dos veces en un día! ¡Esto es increíble! No puedo creer tanta felicidad en mis momentos finales. Aunque sólo estoy haciendo cosas triviales.

Remordimientos, ¿eh? A decir verdad tengo muchos. Pero son cosas insignificantes. El tipo de decisiones y acciones de las que te arrepientes a los cinco minutos y un par de días después se te olvidan, o pierden importancia. Además, desde joven pienso que soy la persona que soy debido a todas mis experiencias, buenas o malas; si cambiará algo sería una persona diferente.

—No. Bueno, en realidad, creo que cualquier remordimiento que pueda tener es superfluo. No tengo ningún sentimiento de culpa o asunto pendiente. En conclusión me iré en paz.

Después de eso, seguí hablando del pasado y, sólo un poquito, de mi filosofía de vida. Espero de todo corazón que mis hijos y el resto de la familia se pueda marchar de este mundo en paz.

Ahora que lo pienso, si hay algo que me atormenta. Creo que sucedió cuando tenía veinte. Estaba en la universidad y me quedé en la biblioteca de la escuela para terminar las tareas. No era de gran importancia. Mi novia de ese entonces dijo que regresaría a casa con unos amigos y colgó el teléfono. Debido a los horarios tan peculiares de la universidad, no era extraño despedirnos así, por teléfono. Al otro día la volvería a ver.

Sin embargo, eso nunca pasó. Bien entrada la noche recibí una llamada de sus padres preguntando por Mafer (así le decía) que no había llegado a casa. Y no fueron los únicos que me hablaron, mi padre, un hombre que se olvidó de mí cuando se divorcio de mamá, llamó para preguntar por mi hermanita que tampoco regresó a casa.

Si mal no recuerdo, hubo otros estudiantes que desaparecieron ese día y hasta un par de profesores. Fue la comidilla de la prensa por unas semanas. ¿Cómo no? ¿Un par de profesores y seis estudiantes desaparecen en las instalaciones y nadie se da cuenta? Me pone de mal humor.

Ante tales acontecimientos yo me rompí. De no ser por mi difunta esposa que no me soltó después de encontrarme, no sé cómo hubiera terminado. Ella era especial. En circunstancias normales nunca me fijaría en ella. Era demasiado excéntrica. Aún así, fue gracias a su intervención que no pude destruirme y eventualmente me enamoré de ella.

«¡Ah, mierda! Creo que ya es la hora», pensé mientras veía una calavera por el rabillo del ojo. Bueno, fue mi imaginación.

—Hijo —lo llamé—. Creo que si tengo un gran remordimiento. Lo acabo de recordar, pero es un secreto.

Intenté reírme de forma silenciosa para no preocuparlos, sin embargo, toda mi familia estaba aterrorizada. Si… la comedia nunca fue mi fuerte.

Estiré mis brazos, quería tomar las manos de mis hijos. Ellos son el único recuerdo de mi esposa. ¡No! Mis nietos y bisnietos también, en general, toda mi familia. Pude ver sus rostros y también un último vistazo a este cuarto, ah, está casa que emana los recuerdos de todos. 

Mis hijos sujetaron con fuerza mis manos. Fue entonces cuando sonreí genuinamente. Entre los presentes puedo vislumbrar a unos perritos hermosos. ¡Ah! No recuerdo a qué generación pertenecen. Una vez mi abuelo trajo un cachorro que se encontró de regreso a casa. Lo esterilizamos cuando tuvo cachorros. No podíamos permitir que esas cositas esponjosas se quedarán a su suerte. Los repartió entre su familia y yo también alcancé uno. A partir de entonces nació una tradición en la familia. Pasaron los años y más y más generaciones surgieron. Estos son mis últimos pensamientos.

—¡Papá!

—¡Papá!

Exclamaron al unísono. Si que son ruidosos… y llorones. ¡Ah, cuanto los amó!

—La vida… vale… la pena…

Y así fuí perdiendo el aire. No lo entiendo muy bien, pero puedo sentir como mi cuerpo deja de funcionar. Para ser honesto, es un milagro que haya aguantado tanto. Aparte de mi juventud alocada, también tuve varios comportamientos autodestructivos a lo largo de mi vida. Bueno, cumplí mi meta de vivir por lo menos cien años. Definitivamente no me puedo quejar.

Mi conciencia se desvaneció poco a poco… ¡¿O no?¡

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⏰ Última actualización: Jun 24 ⏰

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