Capítulo 2

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Me desperté con el sol pegándome en la cara. De mal humor, bostecé y me tapé con la almohada, era demasiado temprano. "Solo cinco minutos más", me dije. Pero eso no duró mucho.

-Buenos días, señorita Aurelia-Dijo una de mis doncellas mientras abría las cortinas de mi habitación. La luz del hermoso y soleado día me reconfortó. Esa sensación cálida y conocida que me alimentaba.

Mientras me bañaba en la gloriosa bañera de mi cuarto de baño, no pude evitar escuchar los alardeos de dos de mis doncellas.

- ¿Tú crees? - Susurró Leyla, una mujer joven de no más de 25 años, que parecía siempre tener algo que decir.

-Estoy segura, se está corriendo la voz. Si yo fuera tu iría a empacar mis cosas y me largaría de este lugar -dijo Anna, con un tono asustado, más bien miedoso.

No pude evitar querer escuchar más, entender de lo que hablaban. ¿Irse de este lugar? Pero si era la capital, Aracel era el lugar más seguro donde podrían estar. Debían de tener otras razones.

-Deberíamos avisarle a nuestra señora...

- ¿Acaso quieres que nos maten? -exclamó en susurros Leyla. No pude evitar incorporarme en la bañera para intentar escuchar mejor. - Lo mejor es mantener perfil bajo, la princesa será la primera en caer y no podemos estar cerca cuando eso suceda.

Mi corazón empezó a latir fuertemente, bombeando sangre como si no hubiera un mañana. ¿Yo? ¿la primera en caer? ¿de qué demoños estaban hablando?

Alguien irrumpió en la habitación bruscamente.

-Buen día, ¿podrían ser tan amables de avisarle a mi prima que baje a desayunar? Ha llegado el rey. -Era Lorel, te dabas cuenta por su cordial amabilidad.

Me sumergí en la bañera aguantando la respiración, hasta ya no poder más.

...

El rey Tobías era una persona extraña. De porte bajo y complexión regordeta, uno no pensaría que estuviese a cargo de uno de los reinos más poderosos que existían. Aun así, cuando murió mi padre, el reinado no recayó en mí, por ser menor de edad y paso a mi tío. Ha gobernado ya dos años, dos años en los cuales se ha propuesto arruinar todo lo que mis padres habían construido. No pudo sostener su relación con el Oeste y tampoco pudo negociar con el Norte. No mandó más barcos hacia afuera del Continente para su exploración, ni se preocupó por disminuir la pobreza. Simplemente se sentaba en su trono, escuchaba las largas quejas de los nobles, tomaba vino tinto y se iba de vacaciones a las islas Drim, islas conocidas por sus extensos y lujosos burdeles.

Su esposa, la reina Isobel, era su opuesto. Una señora alta y poderosa, una bruja magneto que poseía la gracia de un pez globo, exactamente ninguna. De todas formas, no podía negar que siempre traía un haz bajo la manga, era de ese tipo de personas de las que se podía esperar cualquier cosa y nunca te lo veías venir. No confiaba en ella. Desde siempre trató de alejarme de Lorel. Cualquier cosa que yo hacía estaba mal para ella.

Por lo menos en los brazos de mi madre encontraba consuelo a las represalias de mi tía. Pero desde que no está, no encuentro ese consuelo ni en mí misma.

Sentirse sola no siempre significa estar sola, pero yo si lo estaba. Por más que Lorel y Clay estuviesen ahí para mí, ellos no entendían. No podían entender. Cuando cumpliese los 18 años heredaría el trono de Paravell, cargado de desgracias y problemas sin resolución. Debería empezar a forjar lazos y alianzas con antiguos enemigos y amigos. Todo el peso de la corona recaería en mis hombros y no tendría a mi padre para guiarme.

Todavía no puedo creer que no esté. Su desaparición cumplirá 3 años el 18 de noviembre. Dos días antes que mi cumpleaños. Recuerdo el día como si fuese ayer. Había amanecido con resaca, porque había salido a una fiesta con Lorel y sus amigas. Cuando llegué al puerto, allí estaban ellos. Tan relucientes como el sol. Mi madre era preciosa, con cabello negro como la noche y una piel que parecía porcelana. Sus rasgos eran hermosos y finos, haciendo que pareciera una diosa. Iba vestida con un largo vestido azul sin mangas, con frágiles detalles en plateado que parecían estrellas. A su lado, mi padre poseía un gran porte, digno de un rey. Su mirada revelaba compasión, pero mucha, mucha fuerza. Era un rey benévolo y justo, de esos que confiabas con tu vida. Él me había enseñado todo lo que sabía sobre el mundo y su gente.

El comienzo del finDonde viven las historias. Descúbrelo ahora