Daniel caminaba por las calles grises de la ciudad, con la mirada baja y los hombros caídos. Desde muy joven, había experimentado una serie de desilusiones y rechazos en el amor, lo que había dejado una profunda cicatriz en su corazón.
Su autoestima estaba destrozada, convencido de que era una persona fea y despreciable. Cada vez que se miraba al espejo, solo veía un rostro lleno de imperfecciones y defectos. Creía firmemente que era un estorbo para los demás, alguien que solo causaba problemas y nunca sería amado.
Las personas a su alrededor no hacían mucho para cambiar su percepción. Siempre se sentía invisible, como si nadie se preocupara por él. Sus supuestos amigos lo ignoraban y las miradas de lástima de los demás solo confirmaban su creencia de ser un estorbo.
Pero en realidad, Daniel era mucho más que eso. Detrás de su apariencia física había un corazón lleno de lindos sentimientos y deseos genuinos de amar a alguien de forma correcta. Soñaba con encontrar a alguien que pudiera ver más allá de su apariencia y apreciarlo por lo que realmente era.
Un día, mientras caminaba por el parque, Daniel se encontró con María, una chica tímida pero amable que también llevaba consigo sus propias heridas emocionales. A pesar de su propia inseguridad, María pudo ver la bondad en los ojos tristes de Daniel.
A medida que pasaban más tiempo juntos, Daniel comenzó a abrirse lentamente. Compartió sus miedos y sus luchas internas con María, quien lo escuchó atentamente y lo consoló con palabras de aliento. A través de su amistad, Daniel comenzó a darse cuenta de que no era tan despreciable como pensaba.