Capítulo Tres

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—Buenos días para ti también, Swift.

Es muy pronto —tanto que aún ni ha salido el sol—, pero nuestro gato, me roza las piernas para hacerse notar y que le haga caso. Antes de seguir desayunando, lo acaricio un poco y le doy una golosina para que esté contento y me deje terminarme los cereales tranquila.

—¿A ti también te ha despertado?—Niego la pregunta de Natura, observando cómo bosteza antes de rascarse un poco la cabeza—. Este gato no respeta los horarios, sabe que me gusta dormir y nunca me deja.

—El pobre solo quiere mimitos de una de sus dueñas. —Lo cojo en brazos y empieza a ronronear. Es muy cariñoso—. Es que mira qué carita, ¿cómo puedes decirle que no a algo?

Adoptamos a Swift el año pasado de una protectora cuando el otro compañero de habitación que teníamos —que era alérgico a cualquier pelo de mascota—, se marchó. Desde que me había mudado, en mi segundo año de carrera, siempre habíamos sido tres en el piso: Natura, la propietaria, Marc, el mejor amigo de su hermano, y yo.

—Pues que te los pida a ti. —Veo cómo empieza a preparase un café y me mira, apoyándose en el marco de la puerta de la cocina, preguntándome sin necesidad de palabras si quiero uno—. ¿Qué haces tan pronto levantada?

—Ni que fuese tan extraño...

Dejo al gato en el suelo y me centro en acabar el desayuno. Si me entretengo acabaré por llegar tarde y hoy no quiero hacerlo.

—Lo es —rebate con el ceño fruncido, juzgándome por encima de las gafas—. Cuando no trabajas por la noche, intentas dormir unas horas más para recuperar sueño.

—Visto así... —Swift se ha subido a la mesa y aprovecho para darle otra gominola. Con solo una mirada me tiene ganada—. Voy a acompañar a mi madre al médico.

—Entonces no puedo pedirte el favor que pretendía...

Se coloca bien las gafas y suspira, derrotada.

—¿Qué pasa? —Me pongo seria de inmediato. Ella no es de pedir cosas si no es necesario, evita al máximo la ayuda de los demás—. ¿Ha pasado algo grave?

—Ah, no, nada de eso —le resta importancia, haciéndose un moño improvisado—. Es que una de las trabajadoras me ha dicho que está enferma, por si podías venir a ayudarme como en los buenos tiempos.

Natura fue mi jefa en el primer trabajo que tuve al llegar a Barcelona. Pese a que sabía que mis padres me podían pagar los estudios y la residencia en la que vivía —y estaban encantados de hacerlo—, a mí no me parecía bien, por lo que encontré un anuncio de media jornada como camarera en una cafetería. Lo que no me esperaba era que la propietaria fuera una chica de mi edad, demasiado seria y formal como para estar de cara al público, y con una historia personal un tanto peculiar.

Sus padres se habían hecho ricos gracias a que fueron los pioneros de los cursos de yoga y meditación en español. Siguen siendo unas referencias en ese aspecto hoy en día, y con el dinero que han conseguido han intentado que sus hijos tengan la vida solucionada, comprándole un piso a cada uno para que tuvieran un lugar en el que vivir, y un negocio para ambos para que supieran la importancia del dinero y cómo tratarlo.

—Tiene visita a las nueve, así que si me necesitas, puedo llegar a las diez aproximadamente —propongo—. Hoy no iba a ir a clase de todas formas.

No es lo que tenía planeado —porque quiero pasar el máximo tiempo con mi madre ya que la veo menos de lo que me gustaría—, pero si necesita mi ayuda, me adapto. Siempre puedo escaparme este fin de semana para estar con mis padres.

Entre mil caricias | EN FÍSICODonde viven las historias. Descúbrelo ahora