•I: El comienzo de todo•

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Si hubo algo que sorprendió a Luis Advíncula ese triste 4 de noviembre, fue Marcelo Vieira. No su juego ni su rendimiento.

Sino, lo que hizo cuando terminó el partido. Si bien Fluminense había ganado la Libertadores y podían ponerse a festejar sin preocuparse por los de Boca, Marcelo no lo hizo enseguida. Se acercó con algunos compañeros a saludar a los jugadores de Boca.

Y ahí, en ese momento, Marcelo vio a Advíncula. Vio lo destrozado que estaba, tirado en el piso llorando y gritando. Y no pudo verlo así, sencillamente no pudo.

Le chupaba un huevo si las cámaras lo estaban enfocando o no porque él enseguida se acercó al lateral derecho del club argentino.

—Ey —le susurró a modo de saludo, poniendo una mano en su hombro. Era claro que lo quería calmar.

Al peruano no le salieron las palabras; si intentaba decir algo, las mismas quedaban atascadas en su garganta, ahogadas por su llanto desgarrador.

Luis no se lo dijo en el momento porque no pudo, pero apreció el hecho de que Marcelo, por más cruces que ambos hallan tenido en el partido, se quisiera quedar a su lado aunque sea unos minutos. Capaz no calmándolo, pero si acompañándolo en el dolor que el brasilero no sentía, pero que estaba dispuesto a sentir si con eso se calmaba el llanto de Luis.

Marcelo tenía ganas de abrazarlo. Advíncula podía parecer malo y hasta dar miedo, pero ahora que lo miraba, notaba lo pequeño que se veía al lado de él, aunque capaz le parecía por cómo estaba en ese momento: llorando. No podía creer que había jugado en todos lados, había ganado Champions, mundiales de clubes y muchas cosas más, y no se animaba a darle un abrazo a uno de los que mejor jugó la final.

Cuando se estaba decidiendo por hacerlo e incluso se había inclinado en su dirección, lo llamaron sus compañeros: era hora de la premiación.

Advíncula se limpió las lágrimas y se levantó, siendo ayudado por Chiquito Romero quien se había acercado a ambos laterales.

—Arriba, Negrito —le susurró a su compañero, agarrando su mano para levantarlo. El menor se limpió como pudo las lágrimas—. Buen partido —le susurró Romero a Marcelo al verlo ahí parado, y se dieron la mano.

—Jugaron un partidazo los dos —les dijo Marcelo, con toda la sinceridad del mundo. Miró a Luis, y sin animarse a decirlo, hizo una seña para preguntarle si se podían cambiar sus camisetas después.

Luis asintió todavía sin poder hablar: no quería tener nada que le recordara a esa final. Sabía que las finales se ganaban y se perdían, pero odiaba perder finales con el club con el que se había acostumbrado a ganarlas. Le hizo recordar sus tiempos en el Rayo Vallecano, algo que odió.

—Vamos, vamos —le dijo Chiquito abrazándolo. El peruano se aferró a él.

Todos fueron a la premiación.

Mientras los jugadores del Fluminense festejaban con sus familias y levantaban la Copa, los de Boca se iban en silencio o entre lágrimas. No podían creer que se les hubiera escapado así la Séptima.

Los de Boca entraron al vestuario.

4 de noviembre (o cómo Advíncula se enamoró de Marcelo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora