¡Te odio! Grité a la figura en frente mío, disfracé cada lágrima en suspiros que se intercalaban con la respiración entrecortada al mirar los vidrios esparcidos en el suelo tras el golpe.
Odiar se me quedaba pequeño!
Aborrecía su mirada, sus gestos, su pequeña figura, su ruidoso silencio que decían mucho sin gesticular los labios. No hacía falta! Nunca hizo falta! Su silencio reprochaba mis actos, mi simpleza, mi poca capacidad de ser y estar, mi nula belleza.
Odiaba todo de ella y ella todo de mí.
Así de simple, sin palabras rebuscadas, sin adornar alguna crítica, en eso estábamos de acuerdo.
Hay monstruos que no viven fuera de nosotros, hay monstruos que sólo se reflejan en nuestro espejo.