La primera vez que vi los colores fue con Giverny.
Puede que creáis que os engaño. O, si no es así, que estoy adornando mis palabras hasta llegar al ridículo. Es más, ¿quién sería yo para culparos? Ahora mismo estoy lanzando mi discurso al aire, esperando que vosotras, mis nenúfares, lo guardéis con cierto cariño. Nadie más puede ser mi confidente. La gente a mi alrededor, en el mejor de los casos, consideraría la verdad como una mera ensoñación. En el peor pensarían que son locuras propias de una demente. Mis padres ya me consideran una histérica sin remedio, y mi marido... Es un buen hombre, de verdad. Pero nunca pudo ver a través de mí.
Y nunca lo hará. Para eso tengo a Giverny.
Perdonad, he divagado. Pasará con cierta regularidad, y me voy disculpando de antemano. Y antes os estaba hablando de... Oh, sí. Los colores. Aquellos que no pude ver antes de aquel momento. Nunca supe que mi vista había estado tan nublada, que necesitaba la luz que su presencia trajo a mi vida.
Antes de ver a Giverny no había pasado nada especial. Ni el día antes, ni el día anterior, ni ninguno en particular. Mi vida se resume en millares de horas, minutos y segundos sin ningún tipo de trascendencia. Lo único que la ocupa son todos los demonios que rondan por aquí, por mi cabeza. Creo que ya os lo había contado, pero mi madre piensa que nunca me voy a librar de ellos. Que estoy condenada.
Yo también lo creo.
En fin. Vosotras ya habéis sido testigos de mi malestar. De cómo ahogaba mis penas en este puente y de cómo le pedía perdón al río por enturbiarlo con mis lágrimas. Sí, os suena, ¿verdad? Es lo que llevo haciendo desde que era muy pequeñita. Cuando el mundo se convertía en un peso sobre mis hombros, cuando veía que el huracán se acercaba y que esa voz dentro de mí comenzaba a gritar, llevándome a la locura, hacía todo lo posible para escabullirme a este estanque. Al ruido silencioso de sus aguas y al canto de los pájaros, a los sauces que lo abrazan y que cierran sus fronteras para que nadie más que yo pueda pasar a su territorio.
Al lugar donde siempre estuvisteis vosotras, mis fieles compañeras.
Me disculpo por no haber podido ver antes vuestra belleza. En verdad le tendría que pedir perdón a cada elemento de este marco natural, pero quería hablarlo con vosotras primero. Era imposible observar vuestro esplendor cuando todos mis días estaban nublados.
Aquel día también comenzó con un par de nubes encima de mí. No recuerdo la razón por la que me sentí tan furiosa y triste a la vez. Sé que mis padres estaban ahí, y que tenían algo que ver con mi cambio repentino de humor. Tampoco voy a remover mi alma para encontrar la respuesta entre sus recovecos. Si prefiere esconderse de mí, sus motivos tendrá.
Después de una discusión que desató una tormenta, me quedé sola. Tuve la oportunidad de irme, así que la aproveché. Llegué a este jardín como otras tantas veces, y lloré como siempre lo había hecho. Pero... oh. Me da vergüenza admitirlo. No, esperad. No es eso. O quizás sí, pero hay algo más. Me siento como la mujer más ruin del mundo, pero necesito que lo sepáis: en ese momento quise acabar con mi propia vida.
No, no me detuve a observaros al bajar la cabeza. Tampoco la giré para mirar el paisaje a mi alrededor, ni para deleitarme con el murmullo del río. Solo me fijé en mi reflejo, deformado por el curso del agua, y pensé que era abominable. Odié aún más el rubio ceniciento de mi cabello, lo enmarañado que me quedaba con aquel moño mal puesto. Odié mis ropajes, de colores insulsos, y lo mal que se sentía mi cuerpo con ellas. Y odié mi palidez cadavérica y mis ojeras. Sobre todo mis ojeras. Por su culpa acababa observando mis ojos y me daba cuenta, una vez más, que no tenían brillo.
Ya estoy muerta.
¿Por qué sigo fingiendo que no lo estoy?
Sí, eso fue lo que pensé. Y lo siento. Pero estaba cansada. Verdaderamente cansada. Y es cierto que aún lo sigo estando. Negarlo sería inútil. Todavía se me pasa esa idea por la cabeza, tal y como me ocurría en el pasado. Pero nunca, jamás de los jamases, tuve tanta determinación para llevarla a cabo. Quería que todo acabara. Que Dios se apiadara de mí y me dejara un instante de paz, pues ya temía que iba a acabar en el infierno.
ESTÁS LEYENDO
Giverny
RomanceHace tiempo que Eleanor ahoga sus penas junto al río Sena, apoyada en un puente que hay en su jardín. A pesar de estar rodeada por una naturaleza floreciente, no puede ver las luces y los colores tal y como ella querría. Al fin y al cabo, cuesta per...