𝓊𝓃𝑜

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1860

La tarde caía sobre el antiguo patio de aquella hacienda, teñiendo la lápida con tonos dorados mientras las sombras se deslizaban lentamente. Allí, en una montículo de tierra con una cruz de piedra, un viudo solitario, con los ojos empañados por el dolor, se encontraba de pie frente a una lápida sencilla. Sus manos temblaban mientras acariciaba la fría piedra, como si pudiera sentir la presencia de su amada en ese lugar silencioso.

El viento susurraba entre los árboles cercanos, como un eco lejano de las risas que una vez llenaron su vida. El viudo se aferraba al recuerdo de su amada, como un marinero naufragado se aferra a un frágil trozo de madera en medio de un océano tormentoso.

—Mi querida...—, murmuró, su voz apenas un susurro en el aire crepuscular. —Aún puedo sentir tu presencia en cada rincón de nuestra casa, en cada canción que solías tararear mientras pintabas. ¿Cómo puedo enfrentar el amanecer sin tus ojos brillantes y tu sonrisa cálida?—

Sus lágrimas se confundían con la lluvia que empezaba a caer, como si el cielo mismo compartiera su tristeza. La tumba parecía hablarle en silencio, contándole historias de un amor que había perdurado incluso más allá de la muerte. El viudo se arrodilló, como si estuviera buscando respuestas en las profundidades de la tierra.

—¿Por qué te llevó la vida tan pronto, dejándome solo en este mundo frío? —, sollozó, con el corazón roto en mil pedazos. —A veces siento que el universo entero conspiró para arrebatarte de mis brazos. ¿Qué debo hacer ahora, sin tu risa para iluminar mis días y tu amor para guiar mis noches?—

Las lágrimas caían sin restricciones, mezclándose con la lluvia que empapaba su ropa. El viudo cerró los ojos, tratando de encontrar consuelo en los recuerdos que aún habitaban en su mente, pero cada memoria era como un puñal en su corazón, recordándole lo que había perdido.

La noche se cerró lentamente alrededor de él, envolviéndolo en una oscuridad profunda y eterna. Permaneció allí, en la penumbra, aferrándose a un amor que ya no podía tocar, llorando a la mujer que una vez fue su mundo. La tragedia de su pérdida resonaba en cada suspiro del viento y en cada lágrima que caía sobre la tierra húmeda, mientras el viudo se despedía una vez más de su amada, en un adiós que parecía no tener fin.

¿Por que? ¿Por que un hombre tiene que pasar este duro martirio? ¿Quién es este Hombre?... Su nombre es Pseudon. Y. Mous. Y para entenderlo tenemos que hacer un recuento de granos de arena en este reloj.

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Un niño humano, de prendas de vestir limpias, se encontraba amacandose a solas mientras que sus ojos podían visualizar con inocencia como aquellos, dinos cuyos cuernos cercenados por la mitad de manera horizontal porque si estaban afiladas podrían armar revueltas fácilmente en contra de quienes le dan órdenes, siendo forzados a trabajar bajo la sobra del látigo mientras que aquella piel suave está bajo la sobra del árbol.

—¡Pseudon!—es alguien llamando la atención del niño, una mujer idéntica a los trabajadores no voluntarios, una triceratops color girasol de unos 30 años aproximadamente. —¡Tienes que hacer tus deberes antes que tu padre se entere!—aquella señora le daba más órdenes de que entre en forma de señas con sus manos.

—¡Ya voy, señora Carrote!—dice a aquel niño, en su década natal de vida. Como un barco comercial, él ancla sus piernas en la tierra, al detener la hamaca, Pseudon troto con inocencia hacia quien era la ama de llaves de los Mous, al tenerlo a su lado, con ráfagas de mano, despejó la tierra adherida a las ropas del infante.

—Por favor Joven Mous, cuidé su ropa que ayer la estuve lave todo el día—diría mientras terminaba de despejar la tierra, viendo como su joven amo caminaba a paso ligero en su hogar, subiendo por las escaleras con una energía infantil incondicional, bajaba con la misma energía con dos libros y lápices, entusiasmado de adquirir más conocimientos que para los eruditos de la época era lo más básico.

𝐀𝐦𝐨𝐫 𝐝𝐞 𝐚𝐥𝐠𝐨𝐝𝐨𝐧Donde viven las historias. Descúbrelo ahora