Giuliana Martínez Santander

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La mujer volvió caminando con el tarro de pintura en una mano y su billetera en la otra. La remera blanca gastada que llevaba puesta era lo único que la mantenía fresca mientras que sus pantalones gastados grises y las zapatillas viejas blancas que llevaba puestas le daban un aspecto de lo más alejado a su profesión.

Ni hablar el estado de su cabello, su malestar físico y su cara eterna de cansancio eran la razón por la que posiblemente el dueño de la pinturería le hubiese preguntado si se sentía bien.

Mudarse era un agobio.

Hacerlo rodeada de sensaciones horrendas era aún peor.

— ¡Hola! — la distrajo una voz alegre que venía del jardín de la casa de al lado a la suya. — ¡¿Te mudaste ayer no?! — saludó un pequeño niño.

— Ah, si... — sonrió con cansancio la mujer. — ¿Cómo te llamas?

— ¡Mateo! — saludó el niño — ¿Tu?

— Giuliana... — respondió ella agachándose un poco para saludarlo.

— ¿Te sientes bien Giuliana? — preguntó el niño mirándola con atención.

— ¿Eh? Estoy cansada por la mudanza... Tengo muchas cajas para desarmar — resumió.

— Ah ¿Y eso? — señaló la pintura

— Hay una habitación que tiene un color que no me gusta nada... Tuve que ir a comprar pintura porque no la puedo ni ver... — resumió la joven.

— ¿Qué color?

— Bordó... — reveló la chica. — Está haciendo mucho calor. No te vayas a insolar...

— ¡No pasa nada! — Sonrió el niño — Puedo estar fresquito en cualquier momento...

— ¿Ah? Que bueno... — comentó curiosa la mujer.

La puerta de entrada se abrió y la madre del niño se asomó para ofrecerle helado. Al ver a Giuliana la saludó y la mujer le devolvió el saludo.

— ¡Chau Giuliana! — se despidió a los gritos y fue corriendo al interior de la casa.

— Chau Mateo. No vemos después... — se despidió la mujer.

Entró a la casa y miró con decepción la cantidad de cajas que le quedaban.

— Que porquería... — comentó suspirando agotada y dejó la lata de pintura al lado de la puerta de la habitación que iba a ser su biblioteca y miró hacia adentro — Realmente odio ese color...

Fue hacia la heladera y la abrió para ver en su interior.

— Ah, no fui a comprar comida... — miró la hora — Voy a tener que ir al supermercado... — se quejó en voz alta. — Bueno a ver. Ya que voy, compro todo lo que necesito... — se puso a hacer una lista concienzudamente mientras moría de hambre.

Una hora después, un poco más arreglada, con ropa mucho más fresca y el cabello peinado pero más agotada que antes y con uno de sus hombros que la mataba de dolor, caminó por las distintas góndolas del supermercado en busca de los distintas ítems de la lista.

— Oh... Está más barato... — observó casi sin ánimo la mujer. — Y esto también...


***


— Pero a ver... — suspiró Santiago siguiendo a Dolores con resignación — ¿Quién te dijo que está aquí? — preguntó en un susurro mientras ambos entraban al supermercado.

#2 Errores heredadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora