Prólogo

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Edward lo había premeditado todo. Se había empeñado en que toda su atención, fortuna y tiempo quedara en manos de una sola persona: Emma Hunter.

Todo comenzó cuando conoció a Emily, una mujer de una belleza despampanante que lo cautivó desde el primer momento. Fue mutuo, y ambos sabían que lo que tenían era algo para atesorar.

Se casaron rápidamente en una boda discreta, pero no menos elegante. Edward comenzaba a sembrar grandes frutos en su trabajo, pero a pesar de sus ocupaciones, siempre encontraba tiempo para su esposa y la acompañaba en todo lo que ella deseara. Eran una joven pareja viviendo su cuento de hadas, la vie en rose; todo lo nuevo era sinónimo de una próxima aventura juntos.

No pasó mucho tiempo antes de que Emily quedara embarazada. Ambos estaban llenos de alegría por la llegada del bebé; ella lucía su embarazo con orgullo, y él la miraba con devoción, admirándola en todo momento.

A medida que avanzaban los meses y se acercaba el día de conocer a su bebé, las cosas comenzaron a complicarse. Emily tuvo que guardar reposo, pues el bebé requería cuidados especiales. Edward logró trabajar desde casa para poder estar junto a su esposa y cuidarla.

Finalmente, después de meses de ansiosa espera, el día llegó. Emily empezó a tener contracciones, y Edward le sostuvo la mano con firmeza. Era una niña, su niña, la de ambos.

Todo pasó tan rápido para Edward, como si cada pestañeo lo llevara a un escenario diferente: el llanto de su bebé y la sonrisa de su esposa, seguidos de la preocupación en el rostro de la partera, la sangre, y el rostro pálido de Emily.

Mientras sostenía a su pequeña en brazos desde el otro lado de la habitación, observaba con angustia cómo trataban de controlar el sangrado.

-Señor Hunter, no creo que ella pueda resistir mucho más -le dijo despacio la partera, tras controlar el sangrado.

Si Edward no se había derrumbado en ese momento, era porque tenía a su pequeña en brazos y porque Emily lo necesitaba cuerdo. No dijo nada. Se acercó a su esposa, besó su frente y luego sus labios. Ella le dedicó la mejor sonrisa que pudo desde su débil cuerpo.

-Ponla en mi pecho, quiero sentir a mi niña -pidió Emily con voz ronca.

Edward obedeció y trató de memorizar cada detalle mientras acariciaba el cabello de su mujer.

-La pequeña Emma -dijo, sonriendo.

-Emma... -repitió ella en voz baja-. Es un bonito nombre, ¿no?

-Es hermoso -contestó él.

Emily acarició el rostro de Edward. Sentía su calidez, y los ojos verdes de su esposo se veían oscuros bajo aquella luz. Sabía que él la veía hermosa, incluso en su estado demacrado, lo sentía en su mirada. Se inclinó para besar sus labios.

-Edward... -susurró.

-Sí -contestó él, atento.

-Quiero decirte algo importante.

Edward suspiró, tenso. Sabía que lo que iba a decirle sería difícil de escuchar.

-Sé lo que va a pasar y...

-No hace falta que lo digas ahora...

Emily, consciente de que probablemente no habría otro momento, decidió continuar.

-No hace falta que te diga que cuides de ella, sé que lo harás muy bien, Edward -sonrió con cariño-, pero prométeme algo...

Edward volvió a besar su frente.

-Prométeme que no te cerrarás al amor.

Las palabras de Emily reafirmaron su peor miedo: perderla. Se negaba con todas sus fuerzas a aceptar ese destino.

-Emily... -dijo, casi indignado por el pedido de su esposa.

Ella cerró los ojos un momento.

-Solo promételo. Eres joven, bueno... No te cierres a las posibilidades.

Edward tardó unos segundos en responder. Amaba a su mujer; la idea de amar a alguien más le parecía inconcebible. Sin embargo, no podía permitirse ser terco ni egoísta en ese momento.

-Lo prometo -dijo, aunque estaba seguro de que no sería capaz de cumplir esa promesa.

Volvieron a concentrarse en su pequeña familia. Esa noche fue difícil y, aunque en algún momento pareció mejorar, Emily murió en sus brazos al día siguiente.

A partir de ese momento, solo quedaron dos: Emma y él.

A partir de ese momento, solo quedaron dos: Emma y él

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