Prólogo

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Sabrá Dios cuántas veces he tomado decisiones cuestionables en mi vida. Decisiones que siempre tenían consecuencias y debía afrontarlas, ya sean positivas o negativas.

Muchas veces afrontaba derrotas, pero otras veces era un campeón que siempre iba por más. Un guerrero que sentía que aún no había librado sus mejores batallas y que, para la edad que tenía, la idea de sentar cabeza y tener descendencia era algo que aún no estaba dentro de mis planes.

Soy joven, aún lo soy. No tendré 23 años, pero a mis 33 sigo viéndome bien y estando en buena forma. Yo podía dar más.

Entonces, como cualquier ser necesitado de aventuras, agarré la primera oportunidad para salir de mi natal Guadalajara y emprender un viaje sin fecha de retorno a New York donde podría expandir mi experiencia como detective.

Claramente, para llegar al lugar donde estoy ahora debí dejar a muchas personas atrás. Una de ellas era mi prometida, su nombre era Carola y era una mujer muy hermosa que cuando la vi por primera vez cautivo mi libre corazón.

Oh, Carola Martínez. La mujer que cualquier hombre quisiera tener, digna de portar un gran vestido blanco y caminar hacia el altar mientras te juraba lealtad y amor por toda la eternidad. La mujer con la cual podías formar una familia monogámica tradicional, así como la iglesia católica manda, con más de cuatro niños y dos perros como mascota.

Un sueño, definitivamente. Sin embargo, aunque todo eso sonara bien, aunque mis padres estuvieran felices de que al fin yo, Sergio Michel Pérez Mendoza, me dejara de tonterías y al fin sentara cabeza... no era algo que en realidad quería.

Había algo dentro mío que me lo impedía, una sensación extraña que me decía que no podía hacer eso. Un impulso frenético que hizo que una tarde, hablando con mi jefe, le pidiera de favor buscarme una vacante como detective en el extranjero.

—Muy cobarde —pronuncie con mi cara enterrada en la almohada.

La culpa aún no se desaparecía, aún seguía ahí en mi cabeza y corazón, sobre todo cuando ignoraba los mensajes de mi familia. Porque sí, solo tomé mis maletas y hui al aeropuerto sin avisar a nadie, sin despedirme de alguien en persona.

Solo dejé una nota donde pedía disculpas y terminaba con Carola, dejando el anillo de compromiso encima de la isla de la cocina. Así terminó mi vida en México, huyendo y llevándome conmigo solo los recuerdos, aún con miedo de enfrentar la mirada decepcionada de mis padres y hermanos.

Me quedé pensando un poco más sobre mí y mis decisiones hasta que, de pronto, un sonido afuera de la puerta de mi departamento me sacó de mis pensamientos. Levanté el rostro de mi almohada y vi la hora en la pantalla de mi celular que estaba descansando en la veladora a mi costado.

Eran las siete de la mañana y el sonido de nuevo se hizo escuchar. El toque de mi puerta sólo significaba la presencia de alguien.

Me levanté de mi cama con pesadez y a paso lento me dirigí a la puerta para abrirla en toda su amplitud pudiendo ver la silueta delgada del hombre que estaba parado en una posición para nada tranquila.

—Que guapo te ves —se burló y pasó por mi costado entrando a mi hogar como de costumbre—. ¿Desayunamos?

—Buenos días Nico, es un gusto verte por aquí. ¿Quieres pasar? —el rubio notó el sarcasmo y empezó a reírse—. Como chingas tan temprano.

—La tuya, por si acaso —se defendió y fue a mi habitación sin invitación—. Sabes que todavía no entiendo tus palabras en español, aunque por lógica intuyo que son insultos.

BrooklynDonde viven las historias. Descúbrelo ahora