Prólogo

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Días.

Meses.

Solo pasaron unos meses desde que desperté sin razón alguna en un lugar totalmente extraño para mi.

Cajas de metal cuadradas con ruedas moviéndose. Un aparto eléctrico para comunicarse a distancia eso y más cosas que desconocía en ese entonces.

Personas sin un rastro de chakra en su cuerpo.  Un mundo donde los ninjas y las misiones peligrosas eran solo cuentos antiguos o de fantasía. Sin aldeas ocultas ni enemigos a la vista, un lugar donde la paz estaba en su máximo esplendor.

Era.. Extraño.

Mi vida como ninja, era donde las sombras eran mi refugio y la lealtad se medía en cicatrices. Éramos asesinos, mercenarios, jugadores en un juego donde la supervivencia dependía de la astucia y la destreza. No existían enemigos eternos, solo contratos que cambiaban de manos con el tintineo de monedas.

Cada misión era un baile con la muerte, y la moral se desvanecía entre las sombras de la noche. La lealtad a la aldea era un lazo duro, pero fácilmente desgarrado por la promesa de poder o riqueza. El chakra era nuestra arma, y el sigilo, nuestra táctica.

En este mundo de intriga y oscuridad, forjé amistades que se sostenían en la batalla, pero que se desvanecían cuando las monedas se agotaban. No había lugar para la ingenuidad; cada sonrisa escondía motivaciones ocultas, y cada aliado potencial podía convertirse en enemigo con un cambio en la marea de la guerra.

La vida real de un ninja no conocía la paz ni la estabilidad. Éramos sombras en constante movimiento, bailando en el filo de la navaja entre la supervivencia y la destrucción. La verdad de nuestro mundo no estaba en los pergaminos, sino en las cicatrices que llevábamos y en las decisiones que tomábamos en la penumbra de la realidad ninja.

Las aldeas ninja, en apariencia autónomas, eran en realidad marionetas en manos de los Daimyō, cuyos caprichos y agendas personales determinaban nuestro destino. Éramos peones en su tablero de poder, cumpliendo misiones y llevando a cabo conflictos según sus deseos.

Las misiones que recibíamos no siempre tenían como objetivo la protección del pueblo, sino más bien la satisfacción de los caprichos de quienes detentaban el verdadero poder. La vida de un ninja estaba entrelazada con las complejidades políticas y los juegos de los Daimyō, y nuestras aldeas eran simples extensiones de sus voluntades.

En medio de estas dinámicas, muchos de nosotros luchábamos por mantener nuestro sentido de justicia y lealtad, mientras éramos arrastrados por las corrientes de la política feudal. Las aldeas ninja, en su esencia, eran eslabones en una cadena de poder más grande, y nuestras vidas estaban entrelazadas con las decisiones de aquellos que gobernaban desde las altas esferas del poder.

Así era mi mundo donde la misericordia era un lujo que los débiles no podían permitirse. La crueldad y la despiadada competencia eran los cimientos sobre los cuales se erigía nuestra sociedad. El que carecía de poder era pisoteado por aquellos más fuertes, una realidad inmutable que dictaba la ley del más fuerte.

La debilidad era sinónimo de vulnerabilidad, y en un entorno donde la supervivencia dependía de la astucia y la fuerza, los débiles eran presa fácil. No había lugar para la compasión en el campo de batalla o en las intrigas políticas. Cada paso en falso podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.

La regla fundamental de nuestro mundo era simple: la supervivencia del más fuerte. Aquellos que no podían adaptarse, evolucionar y superar constantemente eran condenados a perecer en las sombras de la oscuridad. Las aldeas ninja eran escuelas crueles donde la lección más importante era aprender a lidiar con la realidad despiadada que nos rodeaba.

En un mundo donde la compasión era percibida como debilidad, la fortaleza era el único camino hacia la supervivencia. La crueldad y la implacabilidad eran moneda corriente en esta sociedad donde la piedad era un lujo que pocos podían permitirse.

Así fue como crecí, a los 6 mis padres me adentraron a ese mundo oscuro y cruel. Más que progenitores, eran maestros de la supervivencia, guiándome por los callejones siniestros de las aldeas ninja desde una edad temprana.

Mis padres, cuya lealtad estaba firmemente arraigada en las oscuras artes de la guerra, creían que el camino hacia la grandeza estaba pavimentado con las huellas de la crueldad. Cada lección era una introducción a la dura realidad de un mundo donde la misericordia y la compasión eran percibidas como debilidades fatales.

Aprendí a desconfiar de las sombras antes de comprender la naturaleza de la luz. Mi niñez estuvo marcada por entrenamientos implacables, misiones peligrosas y una educación que priorizaba la astucia sobre la inocencia. A los seis años, me sumergieron en un torbellino de violencia y desafíos que definirían mi existencia.

Mis padres, con su sabiduría sombría, me forjaron en las llamas de este mundo oscuro. Cada paso que daba estaba guiado por su sombría visión de grandeza, y mientras los hijos de civiles jugaban, yo lidiaba con las complejidades de una existencia donde la crueldad era la moneda corriente y la supervivencia, mi única meta.

No estaba solo en este oscuro camino; los hijos de los líderes de clanes compartían mi destino impuesto. En las sombras de nuestras aldeas, éramos herederos de un legado sombrío, destinados a cargar con el peso de las expectativas y las tradiciones oscuras que fluían en la sangre de nuestras familias.

Los lazos familiares no traían consuelo, sino una carga adicional de responsabilidad y deber. La competencia entre nosotros no se limitaba a las misiones y entrenamientos; también se extendía a la lucha por la supremacía entre los clanes. La brutalidad de nuestras vidas era un reflejo de las rivalidades arraigadas en la historia oscura de nuestras líneas de sangre.

Los líderes de clanes, con sus propias ambiciones y agendas, veían en nosotros la continuidad de su legado. Fuimos moldeados por las mismas manos que tejieron las tramas de traición y poder. La lealtad a nuestros clanes eclipsaba cualquier noción de inocencia infantil, y el precio de la debilidad era demasiado alto para pagar.

Así, compartí mi juventud con aquellos cuyos destinos estaban igualmente entrelazados con las sombras. Éramos herederos de un legado sombrío, criados en un mundo donde la brutalidad era una moneda común y la supervivencia estaba reservada para los más fuertes, sin importar el peso de la sangre que corría por nuestras venas.

Todo eso vivi a mis 15 años de edad.

Por eso la adaptación a este nuevo mundo resultó ser un desafío monumental cuando me di cuenta de que todo lo que me enseñaron estaba un poco equivocado. Las lecciones sobre astucia y brutalidad, que antes eran mi brújula, ahora parecían anacrónicas y fuera de lugar en esta realidad sin chakra ni ninjutsu.

Tomar el cuerpo de mi yo en este mundo real añadió una capa adicional de complejidad. Mientras trataba de encajar en una sociedad donde las habilidades ninja eran casi inútiles, me encontré con un yo que no tenía conocimiento de los caminos oscuros que me habían sido enseñados desde la infancia.

La estupidez de la situación resonaba en mi mente mientras lidiaba con la ironía de adaptarme a un entorno que desafiaba todo lo que había sido mi realidad. Las tácticas ninja y las lecciones de mi antigua vida resultaban tan útiles como un kunai sin filo en este mundo moderno y sin chakra.

Con cada intento de adaptarme, la desconexión entre lo que era y lo que debía ser se hacía más evidente. Mis habilidades no encajaban, mis instintos eran cuestionados y las sombras que solían ser mi aliado se disipaban en la luz de una realidad que encontraba irracional.

Solo esperaba adaptarme rápido.

Sin Jutsus, Sin Guerras: El Renacer de Boruto Donde viven las historias. Descúbrelo ahora