¿Dónde están los ángeles ahora?

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¡Oh, lucero de la mañana, ¿por qué flaqueaste?! En la última negrura de la noche, danzaban entre llamas y sangre; tan cercanos y, sin saberlo, también tan distantes. ¿Qué cambió desde aquel instante? ¿Por qué fallar ahora? ¿Por qué esperar para revelar tan temible verdad?

El viento susurra secretos que se pierden en el tiempo, mientras las preguntas se acumulan en silencio. ¿Acaso el destino ha tejido un rumbo para ellos? ¿O son ellos, con sus decisiones, quienes trazaron un sendero titilante hacia la oscuridad? Oh, lucero de la mañana, ¿por qué dudaste en iluminar el camino que con tanto recelo compartían?

Un amargo pesar recorre su ser al llegar al punto de no retorno en su historia. Ahora están aquí, ella y él, contemplando sus almas sin poder creer nada. Algo falta. Ya no perciben su presencia, ya no hay confianza. Las brasas de tal amor ya no brindan calor, ahora incineran.

¿En qué habrán errado? ¿Amarse? ¿Entregarse? ¿Besarse, abrazarse? ¿O todo se reduce al simple hecho de haberse conocido? No importa, de todas formas, ellos han caído de su pedestal y ahora yacen aquí, sumidos en el fango. Son enemigos mortales, opuestos inconciliables, las dos caras de la moral; el "bien" y el "mal" que un dios ancestral ha dictado que exista, encarnados en materia, sentimientos y pensamientos.

No place ponderar sobre el destino ya escrito, ni sentir que cada paso dado ya ha sido trazado de antemano. Más si tal condena inexorable o divina ha esbozado el desenlace de esta trama, ¿por qué? ¿Por qué avivar el dolor con cada giro del destino? Si al menos aquel que urde este tejido conociera una ínfima parte del tormento que padecen en este momento, seguramente lamentaría el guiarlos por este hilo.

En secreto un gran amor se gestó para anidarse en su ser alguna vez. Se amaron con la fuerza de su espíritu, y sin embargo, hoy no soportan verse a los ojos. ¿Qué extraño sentimiento de horror y aversión es ese? ¿Por qué ahora ella se lamenta tanto por aquel a quien tanto añoraba? No existe entendimiento ni de causa ni de sentido en nada; quizá nunca la hubo.

Ahora ella se ve en el espejo de su alma y comprende que está envenenada, contaminada hasta la médula, y que su corazón, antes rebosante de ternura, ahora agoniza. Es incapaz de discernir lo que se halla ante si. Tales manos, tales ojos, la súplica que se oculta en esos condenados labios. ¿Son verdaderamente de aquel a quien admiraba?

Alza el rostro con incredulidad, anhelando retornar a la fe perdida, a ese momento donde la necesidad ardiente de su presencia, sus palabras y su mirada aún le embargaban con dulzura. Mas entonces, todo se desvanece en el vacío. No queda nada. Apenas logra enfrentar su moral dividida, su esencia en conflicto que batalla por decidir si el ser ante ella merece perdón, mientras a su vez contempla la otra faceta, la que ha segado vidas inocentes con el filo gélido de la crueldad.

¡Oh, desdicha! ¿A cuántos condenó con solo pronunciar su nombre? ¿Recordará a todos aquellos que su lengua, como daga afilada, borró? ¿Soportará el peso de las vidas que con sus propias manos quebró? ¿Podrá ella soportar el toque que esas mismas manos le propinaron sabiendo ahora que estaban teñidas en pecado? ¡Oh, lamento! ¡Está manchada, sumida en la podredumbre por haber permitido que tales caricias doblegaran su cuerpo de maneras inimaginables!

—¡Zilar! ¡Por los dioses, imploro que me veas! —un lamento tenue danzó en el aire. Su tono cómo el grito de un niño abandonado por su madre, la pena de un completo inocente.

El sufrir penetró su pecho como la hoja atravesando la carne de una bestia moribunda. Se desplomó, apenas sosteniendo los fragmentos despedazados de sus certezas. Un mar salino se desbordó de sus pestañas como una inundación desatada por una catástrofe; ninguna barrera podía contener tal diluvio. Cada una de sus palabras herían, y ya no precisaban ser venenosas para lograrlo, solo debían ser pronunciadas por él.

—¡Oh, amada! —el gemido que su llamado engendró señalaba su ruina. Se deslizó entre los barrotes, vencido, sin vigor alguno. Maldito era y de ello plena conciencia tenía—. Lo lamento... —la súplica en su garganta se ahogaba.

Con palabras como aguijón, los insultos brotaron a borbotones violentos.

—¡Silencio, Leiftan! ¡Deja de implorar como si fueras el más agraviado en todo esto! —la voz colmada de afrenta, resonó.

En un instante, la firmeza enraizó y, avivada por la erupción de emociones, caminó entre empujones para alcanzar la celda que albergaba a su mayor decepción.

—¡Eres egoísta! ¡Maldito mentiroso! ¡Monstruo! ¡Ser condenado! —las navajas se deslizaban por la garganta, desgarrando lengua y alma en el proceso—. Eres la peor desgracia que ha tocado este mundo y yo... —las emociones dominaban, los sentimientos se entrelazaron nuevamente en un enredo confuso, más el ímpetu prevaleció— yo te amaba. ¿En qué me transforma eso a mí? —la abstracción en su gesto reflejaba cada hecho arrojado sobre él, un ente temible de  tristeza la dominaba ahora.

En el tumulto de las palabras acusatorias y el ruego desesperado, un paréntesis de emociones desplegó su danza al interior. Como garras de ira y dolor, las sentencias se deslizaron. En medio del caos, una petición inesperada se escapó entre los gritos desgarrados, revelando el oscuro laberinto de sentimientos.

—Te ruego, por compasión, responde: ¿qué represento en esta saga de venganza y masacre? ¿Soy un daño colateral? ¿La ingenua que creyó tus falacias? ¿Soy acaso el juguete predilecto de tu mente retorcida? ¿Cómplice o víctima soy? ¡Dime, Leiftan, qué soy para ti! —la fuerza sobrenatural le abandonó y una vez más se convirtió en un torbellino de contradicciones que luchaban por hallar sentido—. Qué soy... —el llanto golpeó contra la valentía.

Los ímpetus casi bestiales estallaron en sollozos que se diluían en el silencio opresivo de las mazmorras. En aquel lugar, ni el suspiro más tímido osaba perturbar la quietud reverente del dolor.

Tembló, cual invierno desprovisto de abrigo, como el lamento de una madre desolada, como el golpe sorpresivo en la calle solitaria. Una tormenta desencadenó su furia: frío, luto, terror. Una amalgama inefable transformado en un vendaval que desafiaba toda medida.

Sus cimientos se resquebrajaban, las raíces desgarradas entre penas y angustias. Luego se precipita en un abismo de pánico, en un mar de estupefacción, para finalmente naufragar en la oscuridad de una realidad espantosa, donde Leiftan se erguía como el arquitecto de la destrucción que acechaba a Eldarya.

Y en medio de aquel caos, entre lágrimas que se mezclaban con la lluvia que caía afuera, comprendió que el retorno era imposible. La verdad, cual espectro implacable, se alzaba ante ella, borrando las últimas hebras de esperanza que aún la sostenían. Con cada latido, con cada aliento, sentía cómo el abismo se abría bajo sus pies, devorando todo lo que alguna vez anheló.

En ese momento, entendió que sólo quedaba la oscuridad. La oscuridad de un mundo despedazado, de un corazón roto, de un alma consumida por el fuego de la traición. Y mientras se hundía en el pozo sin fin, una certeza única se aferraba a ella: ya nada sería como antes. El pasado se desvanecía, el presente se desmoronaba y el futuro se perdía en la vorágine del dolor eterno.

—¡Oh, mi dulce ángel de la muerte! —susurró con acerado tono—. Tus palabras han sido más que suficientes para avivar la llama que ahora consume lo que alguna vez llamaste "nuestro hogar" —declaró, guerrera, verduga y hechicera—. Eres la chispa, la leña, el portador y el virus —en tus ojos ya no hay maldad, sino la fría indiferencia de quien ha perdido todo; en su boca, el odio de quien amó con fervor—. No fueron las palabras de Lance ni de Chrome las que dictaron tal sentencia, sino las tuyas. Por ello serás juzgado, condenado y olvidado. Yo te impongo pobre ti tal destino.

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Ejercicio de escritura

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By Andrea Gervaz

¿En dónde están los ángeles ahora? - Leiftan | EldaryaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora