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Según la Biblia ella era un ángel emergiendo de las entrañas del inferno. Pero ni era un ángel, ni creía en "ese" Dios. Aunque sí que venia del infierno, por así decirlo.

Arrastró sus pies por aquella cueva, sintiéndose morir en cada paso. No podía detenerse, no teniendo la libertad tan cerca. Había soportado demasiado como para romperse a centímetros de la línea de llegada. La poca luz solar que llegaba hasta ese punto de la cueva le hacía doler los ojos pues estaba desacostumbrada. Había pasado meses sin ver el sol. Sin embargo, eso no la detuvo. Una pequeña chispa de esperanza se asentó en su pecho al sentir una leve brisa acariciar su rostro. Estaba tan cerca de que la pesadilla terminase... tan cerca.

Cuando encontró la vieja entrada al laberinto se había permitido llorar de felicidad. No estaba a salvo, pero al menos había dejado el tártaro atrás. Algunos monstruos la siguieron, pero les había dado caza. O ellos la habían cazado a ella, no sabría decirlo. Hacia mucho tiempo que el rol de cazador y presa se le mezclaban. Conocía el laberinto, lo que quedaba de él. Fueron semanas de recorrido hasta que el fin encontró lo que buscaba.

"Misericordia" pareció temblar en su mano. Se las arreglo para recorrer los últimos metros del túnel con su espada de hierro estigio alzada. De la hoja no dejaba de gotear sangre, perteneciente al último monstruo que había matado. Había sido... ¿un ciclope? No podía recordarlo. Desde hacía ya mucho tiempo que su cerebro solo proyectaba imágenes de distintos monstruos cayendo a sus pies, uno de tras de otro, en un bucle sin fin. Algunos le suplicaban piedad, pero Ursa Black no perdonaba.

El mundo pareció estallar ante ella cuando emergió de las entrañas de la tierra. Vio el césped, los árboles, animales y, finalmente, el cielo. Aquel manto azul que parecía recibirla con los brazos abiertos. Dio unos pasos antes de dejarse caer sobre la tierra. Llevó una mano a su pecho, notando el desbocado latido de su corazón. Sus maltratados pulmones respiraron aire puro por primera vez en años... y se sintió horrible. Una violenta tos sacudió su cuerpo, obligándola a ponerse de lado, para no ahogarse. Su garganta ardía, incapaz de soportar aquella tos. Tenía sed, mucha. La última vez que había bebido agua de verdad había sido a bordo del Argo II, justo antes de caer. Todo su cuerpo se había adaptado al tártaro para sobrevivir, no estaba preparada para la superficie.

Su mirada recayó en el montón de piedras del que había salido. Fue imposible contener la histérica risa que se le escapó al reconocer el Puño de Zeus. El rey de los dioses nunca la había echo tan feliz. Finalmente, después de tanto... estaba en casa.

Con un esfuerzo sobrehumano se puso de pie. Casi al instante un fuerte mareo la invadió, por lo que decidió quedarse quieta, hasta que oyó un jadeo frente a ella y clavó su mirada en la ninfa que la miraba como si estuviera viendo un fantasma. Era Enebro, la esposa de Grover, o eso era lo que recordaba. Contuvo un gruñido al ver lastima en los ojos de la criatura. Ella era Ursa Black, y no necesitaba lastima de nadie.

-...Ursa- murmuró con sorpresa, aunque la semidiosa fue capaz de oírla. Su sentido del oído había mejorado mucho allí abajo, donde tenía que estar en busca de amenazas constantemente-... estas viva- dijo un poco más alto-... ¿Cómo?

-Quiero agua.- dijo para sí misma, con voz rasposa.

Caminó decidida, ignorando los llamados desesperados de la ninfa. Sabia que no la estaba siguiendo, lo percibía. Caminar bajo la luz solar le dolía. Nunca había sido fanatiza del sol, pero después de años de no estar expuesta a sus rayos, su piel se resentía con facilidad. Se refugio en las sombras, sus fieles compañeras. Parecieron abrazarla cuando las alcanzo. Las sombras de la superficie no eran como las del tártaro. Las de allí eran como soldados listos para la guerra, las de arriba eran viejos amigos que habían llorado la perdida de su princesa.

Ursa Black: la hija de Hades Donde viven las historias. Descúbrelo ahora