Recuerdo el camino hacia tu sonrisa.

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Recuerdo tu lindo collar de plata, colgaba un corazón de zafiro de él. Era algo caro, pero me gustaba cuando lo llevabas, sentía que hacía alusión a la gema más preciosa que conocía en ese entonces, que era el corazón que se alojaba detrás de ese collar.

Te invité un café en una panadería cercana, era poco conocida, no solía ir tanta gente.

Era algo casual, pero esperaste a que me sentara para sentarte frente mío.

Quedé flechado por tus lindas orejas. Colocaste un mechón de tu cabello castaño con un suave movimiento de tus dedos detrás de ellas.

Tocaste mi antebrazo para señalar un carruaje que se podía apreciar a través del ventanal de la panadería, el resplandor del atardecer chocaba con los postes y las calles, estaba tan atraído por la belleza de ese instante que no podía notar tu bigote de nata, consecuencia de tomar ese Espresso con Panna. 

Antes de irnos le pregunté al Sr. Bertoldi, que estaba detrás del mostrador, si conocía un sitio donde podía alquilar esos carruajes, necesitaba impresionarte a toda costa.

Algo tenía ese café, algún ingrediente, ¿era por la canela o por el chocolate rallado?

No lo sé, pero por alguna razón me sentía más enamorado que antes.

Llegamos al sitio de los carruajes, pero en ese preciso momento estaban cerrando el local.

– ¡Abrimos en la mañana, a las siete en punto! – Dijo el guardia de la puerta con un ostentoso acento inglés. 

Ya estaba anocheciendo, quizás era lo mejor finalizar este viaje, llevarte a tu casa y solo despedirme.

Tu casa estaba a unos seis o siete kilómetros de la mía. Por lo que pudimos conocernos    más durante todo el camino. Me hablaste de tus padres, habían volado a Islandia a cuidar    a tus abuelos por un tiempo. Y te quedaste aquí, sola, en esta pintoresca ciudad.

Llegamos a tu casa, recuerdo bien esa puerta de roble pintado de rojo.

El rojo es señal de peligro, y tenía que regresar a casa, se hacía tarde.

Si tomaba un taxi quizás podría llegar antes de la medianoche y tú... me invitaste amablemente que pasara, querías presentarme a tus mascotas, Fernando III (Ferny), un Schnauzer de mediana edad y a Pepinillo, un periquito australiano color verde.

Tu casa era un lugar peculiar, de techos altos y pasillos estrechos. No logro olvidarme de ese cuadro con aspecto victoriano el cual tenías que necesariamente observar si querías subir al segundo piso.

– ¿Te apetece un vaso de leche? – Dijiste con un tono caricaturesco.

–  ¿Tienes agua? – Respondí.

–  No, aquí solo tomamos leche.

Me costaba adaptarme a tu sentido del humor, pero sabía que era mejor que las comedias que transmitían en la televisión local. Así que, rápidamente, escucharte se había convertido en un pasatiempo más disfrutable que toda mi rutina.

Hablamos sobre cómo había cambiado la ciudad después del desastre, las calles eran más peligrosas desde aquel entonces. No era bueno estar afuera por las noches.

De pronto, Ferny subió al sillón, interrumpiendo nuestra plática pesimista. Dijiste que no solía ser tan confianzudo con los invitados y asumiste que yo era alguien especial.

La verdad es que no soy tan especial, te he engañado.

No soy multinstrumentista ni tan buen pastelero como te di a demostrar en esa charla cuando estábamos sentados en la panadería. El Sr. Bertoldi no es mi mentor, es mi amigo.

Ahora me siento culpable y lentamente se apodera de mí el conocido síndrome del impostor. ¿Qué hago aquí? No debería estar aquí.

Pienso que debería irme, así que decidí ser franco, cordial y amable contigo.

Me despediré de ti y me iré a casa antes de que caiga la madrugada...

–  ¿Quieres quedarte? – Dijiste en voz baja.

–  ¿Aquí? ¿En tu casa?

–  No, en el patio. Puedes dormir en el césped al lado de las heces de Ferny.

–  Eres una persona muy carismática para tu edad, ¿te lo han dicho?

–  ¿Para mi edad? ¿Cuánto me echas? ¿35?

–  No, ¿cómo te echaría 35? Quizás 36 o 37, pero no 35.

Casi instantáneamente lanzaste un golpe hacia mi hombro, tal como si de una respuesta involuntaria se tratase.

–  Tengo 21, tú sí te ves de 35. – Dijiste mientras te acercabas a mi rostro con esos grandes ojos cafés.

Traté de formular una respuesta ingeniosa, pero me resultaba imposible luego de notar que habías dejado una distancia de cinco centímetros entre tu nariz y la mía.

Estaba ahí, esa era la pausa premonitoria, la antesala del "siguiente paso".

No era conocido por ser alguien de tomar riesgos, todo lo contrario, mis tíos le recalcaban a mis padres en cada almuerzo familiar que tenía un futuro en la policía para ser inspector o detective.

Era alguien organizado, necesitaba seguir un hilo de acontecimientos para actuar. Pero descifraste mis hilos con una sola mirada.

Miraste mis labios, miré los tuyos, ambos exhalábamos a son. Y te besé.

Noté cuando cerraste tus ojos. Con una mano acariciabas mi nuca, y con la otra buscabas ciegamente una superficie donde dejar tu vaso de leche, y cuando parecía que la habías encontrado, tu vaso cayó al suelo.

Ambos quedamos con los zapatos empapados en leche deslactosada, y soltaste la risa más linda que había escuchado.

Desde ese momento el rojo de tu puerta tuvo otro significado.

En algún lugar de mis pensamientos  |  Liam WritterDonde viven las historias. Descúbrelo ahora