Una mañana cualquiera

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Olía a Noviembre.

No es que piense que cada mes tiene un olor. Es más bien una cuestión fonética.

La humedad que emanaba la hierba tras la noche, el frío capturado en barrotes y bancos, el eco del desayuno caliente que alguien tomaba en una cafetería... Mi nariz percibía todo esto y yo pensaba "Noviembre".

Era el nombre de ese olor. El de mañanas como ésa. Que, por cierto, era una excepcionalmente gris y gélida mañana de agosto.

Decenas de personas de luto se apiñaban en torno a un olivo del parque. Acababan de asistir a un funeral en el que yo no había estado presente. No me había sido posible. La pequeña basílica municipal había estado cerrada a los ciudadanos de a pie para la ocasión. Su campanario se alzaba en las proximidades, siendo un vigilante mucho más siniestro que yo.

Observaba la escena desde lejos, apostada junto a una farola. Me había puesto un abrigo fino pero largo, cuyo cuello ocultaba parte de mi rostro. Teniendo en cuenta las bajas temperaturas, estaba justificado. Es uno de los motivos por los que prefiero las estaciones frías. No llevaba guantes, sin embargo. Mis dedos blancos y de uñas peladas se calentaban aferrando el cartón de mi vaso de café.

La gente pasaba frente a mí sin dirigirme la mirada. El grupo de personas de negro era mucho más interesante. Aunque nadie tenía el descaro de acercarse, ralentizaban el paso y fingían admirar la belleza de los setos que había detrás.

Por una vez, yo estaba de acuerdo con el populacho. Desde mi discreto rincón y con la certeza de pasar inadvertida, miraba a los dolientes sin ningún disimulo.

No sabía sus nombres ni conocía sus caras, pero deducía que eran personas importantes dentro del mundo que conformaba la ciudad. La familia de los fallecidos era de antiguo prestigio. Me pareció recordar que varias instituciones educativas y benéficas llevaban el apellido del marido.

Nunca le había prestado atención. Supongo que tenía asumido que el señor Ágreda y esposa tenían, más que un verdadero deseo de contribuir a la calidad de vida, ganas de llamar la atención. Tengo una visión bastante pesimista de la raza humana. Sobre todo el sector adinerado.

"Las cosas no tienen por qué ser lo que parecen" me recordé, casi con hastío. Era la gran enseñanza que me habían regalado cada persona y acontecimiento de mi extraña vida. Empezaba a odiarla. No debía juzgar nada ni a nadie con antelación, lo sabía. Por muy difícil que sea para alguien que frunce el ceño al oír reír muy alto en la calle o a niños pidiendo a gritos una bolsa de gominolas. Había aprendido a poner ojos neutros cuando la situación lo requería. Cuando llevaba a cabo "mi oficio", si es que se le puede llamar así. Aquélla era una de esas situaciones. 

Después de asegurarme de nuevo de que mi nariz estaba cubierta por el cuello del abrigo, examiné a los asistentes al evento.

Hombres serios con trajes idénticos y guantes de piel. Mujeres con bellos vestidos y algún que otro adorno valioso; no lo bastante vistoso como para resultar insultante, pero sí para hacerlas destacar entre las demás. En total serían unas cincuenta personas. Me pareció un número excesivo para una ceremonia privada. Dudaba que todos aquellos individuos hubieran sentido un afecto real por la pareja, y su comportamiento no hacía otra cosa que confirmarlo.

Todos eran muy correctos y su expresión era grave, consciente de la solemnidad del momento. Pero, ¿qué había del abatimiento, de la mirada vacía y desorientada del que ha perdido a un ser querido? ¿Habría llorado alguien durante las exequias? Imaginé la iglesia sumida en un pesado silencio.

Quién sabe por qué, pensé en mi propio funeral. Sería muy distinto a aquel, sin duda. Ese pensamiento debería haberme reconfortado, pero no lo hizo. Me pregunté si alguien vendría a...

El Oráculo de PapelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora