El mundo es un pañuelo, le decía su abuela mientras ella le seguía el paso rápido en el mercado donde acababan de encontrarse a dos amigos de su infancia, ella se imagina entonces a Dios como un señor que guardaba el pañuelo al lado de las llaves del cielo en su bolsillo.
En la entrada de su casa él veía la perilla de la puerta intrigado por lo que encontraría al otro lado, se preguntó si sentiría el olor de su hogar, un olorque percibiría por primera vez al haberse desacostumbrado de las veladoras al lado de las fotografías. Tuvo miedo de haber olvidado los lugares secretos de su cuarto donde escondía las cartas de sus novias de colegio, entonces se vio en el reflejo de la ventana, se sonrió a si mismo, él fue el primero que le dio la bienvenida.
El día que conoció el mar, llamó a su abuela y le dijo que aquella masa ondeante azul era cuando Dios sacaba su pañuelo y lloraba, "Pobre Dios abuelita, debe llorar mucho para crear algo tan grande." Dejó de creer en eso cuando su abuela murió y la lluvia disimulaba sus lágrimas, el sonido de la tierra golpeando la madera. Ella dejó de creer en todo aquel día, algo debe ocurrir cuando el mundo se pone de cabeza y los ojos se cierran con fuerza para no dejar salir la poca vida que se cree, nos queda.
Había pasado medio día cuando entendió que su padre había muerto, la granada que sostuvo en su mano por fin se dejó caer, la explosión no la escuchó nadie, cayó a los pies de la visión de aquel muchacho sentado al lado de un señor que le enseñaba sobre el boxeo, el niño que se dormía escuchando el teclear de la máquina de escribir, la seguridad de la mirada de un padre orgulloso. Él dejó el sueño de ir al espacio y ver las estrellas de cerca, desesperado buscaba en la tierra el palpitar de un corazón que cayó en el vacío desconocido. Algo debe ocurrir cuando el mundo se pone de cabeza y el sueño no encuentra la cama que tantos años lo arrullaba antes de dormir.
