Cuarentena

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No sabía a dónde me dirigía, iba en una camioneta, sentada pacientemente al lado de mi maestro y un copiloto vestido totalmente de negro, silencioso y misterioso. Sabía que estaba en la Ciudad de las Luces, sus calles iban pasando por la ventana; una tras otra, mostrando realmente porqué París recibía ese nombre. Su iluminación era impresionante, no solo por aquellas eléctricas, no, por el contrario era una cosa que iba más allá, era algo de la ciudad misma, de su arquitectura, de la forma en la que la luna tocaba cada uno de los techos, mágico podría decirse, el atardecer y su color naranja solamente acentuaban la belleza. Yo no sabía para dónde nos dirigíamos y aunque la vista era impresionante, para mí eso no era mayor cosa. Yo estaba en ese lugar, tan deseado por muchos, solo para una cosa: para probar mi honor.

-Es hora, Nanami. -Dijo mi maestro saliendo de su estado de meditación. -Desde el momento que bajes de este vehículo y hasta el terminar de la cuarentena, estarás en una constante prueba. Recuerda que no solo seré yo quien te rete, sino todos aquellos que se encuentran en el lugar al que vamos. -Su rostro estaba impávido, sin emociones, él siempre era así, pero hoy había algo diferente en la frialdad de sus ojos, iba más allá. -De acá en adelante tendrás que estar alerta en cada instante, estarás en constante peligro. A tu menor descuido, no solo yo, sino tus hermanos, intentarán acabar con tu vida. -Me miró fijamente, y en sus ojos era claro su deseo de asesinarme. Totalmente frío, sereno, calculador, esas características que solo un gran maestro posee. Sentí la sangre correr con más fuerza por mis venas, un temor recorrió mi cuerpo, esto era más que un entrenamiento normal, era una lucha por la supervivencia. Vivir o morir.

La camioneta se detuvo y al instante su puerta se abrió. Al otro lado había un hombre vestido igual que el conductor, haciéndome una seña silenciosa de que me bajara del auto. Un suelo de piedra lisa me recibió, guiándome hacia la entrada sur de la majestuosa catedral. Un arco semicircular, con un leve apuntamiento, se erguía frente a mí, la oscuridad no me impidió ver el detalle del lugar: la Virgen de Theotokos cuidaba la entrada, con el niño en brazos en el centro de su regazo, era como un aliciente a seguir, a perpetuar la estadía en este santo espacio, sentada con imponente solemnidad bajo un baldaquino, que solo podía simbolizar a la Jerusalén Celestial. Ángeles se apostaban a sus lados, guardando a la señora, guardando a los visitantes que se atrevieran a entrar a la majestuosa Notre Dame.

Estar en presencia de tan exquisita obra, hizo que mi alma se llenara de una incomprensible fuerza vital, algo que había perdido años atrás, me había sido arrebatado por aquel... así como me había arrebatado todo lo demás. Pero en ese momento, nada de eso me importó. No iba a permitir que la tristeza regresara a mí, por lo contrario, yo estaba lista, dispuesta a darlo todo, de lograrlo podría recuperar todo lo perdido antes de haber conocido a mi maestro, podría recuperar mi propia alma.

La colosal puerta de Santa Ana se abrió, una hermosa mujer nos esperaba, sus rubios y largos cabellos se acentuaron con la noche parisina, un rostro blanco, fino y casi transparente era enmarcado por dos poderosos ojos grises, la mirada de la mujer era casi como si un leopardo estuviera frente a nosotros. No era un aprendiz, eso era claro en su mirada, ella era una maestra, alguien a la altura de mi maestro, quien sin esperar a que yo la siguiera, me tomó del hombro y me dijo:

-Elizabeth. Ese es su nombre -susurró a mi oído, mientras yo la miraba fijamente- es la líder de este lugar, de ella podrás aprender muchas cosas, pero ten cuidado, ella es tal como un campo minado, si pisas en el sitio equivocado te hará volar en mil pedazos. -No pude creerlo, pero en la voz de mi maestro se sintió un ligero toque de temor. Él era uno de los monjes más cercanos a la iluminación, ¿sería posible que le temiera a esa mujer?

Entramos a la catedral tras ella, el lugar, por dentro, era aún, si es posible, más imponente que por fuera, La bóvedas se erguían una y otra librando el lugar de cualquier mal, el tiempo no había pasado en este lugar, era implacable, solemne, siglos de historia se acumulaban acá, y Elizabeth caminaba como si ella misma hubiese sido su constructora, me miró haciéndome la señal de que la siguiera, y sin darme cuenta mi maestro se desvaneció entre las finas columnas, casi como si se hubiese internado en la neblina de la provincia de Henan, tan espesa que a menos de medio metro ya no se ve nada, mi tierra natal. Pero yo casi ni lo noté, Elizabeth dejó entrever, al caminar y mover su túnica, que llevaba atada a su cintura mi otra mitad: mi catana, esperándome allí en su funda verde esmeralda, con una fina cinta blanca atada, la representación de la paz en mi interior, su empuñadura de cuero, con ligeros hilos de oro, que resplandecían en mi mirada. Mis ojos se llenaron de lágrimas, corrí hacia Elizabeth, en realidad hacia mi catana, como niña perdida corre al reencuentro de su madre, así corrí yo al encuentro de mi verdadera compañera. Al tenerla nuevamente en mis manos, sentí nuevamente el poder correr por mis venas. Me sentí completa.

En el Llanto de la MagiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora