Prólogo

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La puerta tiempla. Es una cosa delgada hecha de ramas de bambú amarradas con jirones de cáñamo. El temblor es sutil y para casi de inmediato. Los dos alzan la cabeza para escuchar; un chico de catorce años y un hombre de cincuenta que todo el mundo cree que es su padre, pero que nació cerca de una selva distinta, en un planeta distinto a cientos años luz de distancia. Los dos están acostados, sin camisas, en los extremos opuestos de la cabaña. Un mosquitero cubre cada catre. Oyen un estruendo lejano, como el de un animal que rompe la rama de un árbol, pero en este caso suena como si hubiera roto el árbol entero.
—¿Qué fue eso? —pregunta el chico.
—Shh —replica el hombre.
Se oye el chirrido de los insectos, nada más. El hombre baja las piernas por un lado del Catre cuando la puerta vuelve a temblar. Un temblor más prolongado y firme y otro estruendo, esta vez más cercano. Se levanta y camina lentamente hasta la puerta. Silencio.
Respira profundamente al acercar la mano al cerrojo.
El chico se incorpora.
—No —susurra el hombre.
En ese instante, la hoja de una espada delgada y brillante, de un metal blanco y reluciente que no existe en la Tierra, traspasa la puerta se hunde en su pecho hasta asomar quince centímetros por su espalda y vuelve a salir rápidamente. El hombre suelta un gruñido. El chico deja escapar un grito ahogado. El hombre toma aire y dice una sola palabra: “Corre”.
Y cae al suelo sin vida.
El chico brinca del catre y atraviesa la pared de atrás. No se toma la molestia de salir por la puerta o una ventana. Literalmente atraviesa la pared, que se rompe como si fuera de papel,
aunque este hecha de recia y dura caoba africana. Y se interna en la noche congoleña, saltando árboles, corriendo a una velocidad de casi cien kilómetros por hora. Sus sentidos del oído y la vista son superiores a los de los humanos. Esquiva árboles, sortea enmarañadas vides y brinca riachuelos con una sola zancada. Unos pasos fuertes le pisan los talones, acercándose cada vez más. Sus perseguidores también tienen dones. Y llevan algo consigo. Algo de lo que solo ha oído a medias, algo que creyó que nunca vería en la Tierra.
El estruendo se aproxima. El chico oye un rugido bajo y profundo. Sabe que lo que sea que viene persiguiéndolo avanza cada vez más rápido. Entonces, ve un quiebre en la selva, por delante. Y al llegar allí, ve un enorme barranco, de unos noventa metros de ancho y otros noventa de profundidad, con un río al fondo. Unas rocas inmensas bordean el río; unas rocas que lo destrozarían si cayera sobre ellas. Su única salvación está en atravesar el barranco. No podrá tomar mucho impulso, y tendrá esa sola oportunidad. Una sola oportunidad de salvar su vida. Pero incluso para él, o para cualquiera de los suyos que están en la Tierra, es un salto imposible. Regresar, bajar o intentar enfrentarlos equivale a una muerte segura. Tiene una sola oportunidad.
Oye un rugido ensordecedor a sus espaldas. Están a cinco o diez metros. Entonces da cinco pasos hacia atrás, arranca y, justo antes del precipicio, despega y empieza a volar sobre el barranco. Se sostiene tres o cuatro segundos en el aire. Y grita, con los brazos estirados hacía adelante, a la espera de la seguridad o el fin. Aterriza en el suelo y avanza tambaleándose hasta detenerse al pie de una secuoya. Sonríe. No puede creer que lo haya logrado, que sobrevivirá. Para evitar que lo vean, y como sabe que tiene que alejarse aún más de ellos, se levanta. Tendrá que seguir corriendo.
Vuelve hacia la selva. Y al hacerlo, una mano gigantesca se cierra en torno a su garganta y lo alza del suelo. Forcejea, patalea, intenta escapar, pero sabe que es inútil, que está acabado. Debería haber contado con que estarían en ambos lados, que en cuanto lo encontraron, no habría escapatoria. El mogadoriano lo alza para poder verle el pecho, ver el amuleto que cuelga de su pecho, el amuleto que solo pueden llevar él y los suyos. Se lo arranca y se lo guarda en alguna parte dentro de la enorme capa que lleva puesta. Y al volver a sacar la mano, sostiene la espada de metal blanco reluciente. El chico examina los ojos negros del mogadoriano, profundos e impasibles, y habla:
—Los legados están vivos. Se encontraran unos a otros, y cuando están preparados, los destruirán.
El mogadoriano suelta una risa burlona y desagradable. Levanta la espada, la única arma en el universo que puede romper el hechizo que ha protegido al chico hasta hoy, y que sigue protegiendo a los demás. La hoja se enciende con un llama plateada al apuntar hacia el cielo, como si cobrará vida, intuyendo su misión, haciendo una mueca hacia la expectativa.
Al caer, un arco de luz surca velozmente la oscuridad de la selva, y el chico sigue creyendo que una parte suya sobrevivirá, que una parte de su ser logrará regresar a casa. Cierra los ojos justo antes de la estocada. Y entonces llega el fin.

5 soy el número cuatroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora