Capítulo 3.

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Capítulo 3: Alas perdidas.

La pérdida de un ser querido es como un agujero negro que absorbe la luz de la vida. Mientras más pienso en la situación, más se arraiga el dolor en mi corazón. Recuerdo cada risa, cada consejo sabio, y todo lo que compartí con esa persona. Pero ahora, solo me queda aferrarme a la creencia de que no es real.

La mente murmura que esa persona nunca regresará, pero el corazón insiste en que es solo un mal sueño. La vida, caprichosa, nos regala a quienes amamos y luego nos arrebata cruelmente.

Quisiera haber pasado más tiempo con la única persona que me amó incondicionalmente. No puedo aceptar su ausencia, y la vida y el destino juegan a ser verdugos, presentándonos corazones puros y dulces para luego arrebatarlos sin piedad.

Lo único tangible que esa persona me dejó son recuerdos, tesoros frágiles que no quiero perder. Esos momentos de felicidad y amor se aferran a mi memoria, actos de amor que solo necesitaban una sonrisa para hacer que mi corazón se sintiera cálido y seguro. Pero ahora, pensar que solo la volveré a ver en mis recuerdos me parte el corazón y el alma.

La muerte de mi abuela es una herida que ninguna afrenta previa pudo igualar. Ni los golpes ni los insultos me causaron tanto daño como su pérdida. Enfrentar una enfermedad es como luchar contra un viento despiadado; la esperanza se desvanece a medida que la salud de esa persona se desvanece.

En el cementerio, rodeados de lápidas, lágrimas y susurros de adiós, todos nos reunimos. Mis ojos permanecen secos por ahora, recordando las sabias palabras de mi abuela: "Thea, mi fénix renaciente, mi ángel, no quiero que llores, y si lloras, que sea por alegría". Esas palabras me dan la fuerza para contener las lágrimas frente a mis familiares.

Una vez que todos se han ido, me quedo sola junto a la foto de mi abuela. Bajo la imagen, unas palabras grabadas: "En la vida se sufre, no pienses siempre en eso; hay que saber luchar y lidiar con ello". Mi abuela, con su sabiduría, sigue guiándome incluso más allá de la vida.

Mis padres no me quieren en casa, mi mera existencia les resulta molesta. Pero mi abuela, en su infinita compasión, habló con ellos para que me fuera a vivir con ella. Sus días de consejos y amor fueron los mejores de mi vida, y ahora, enfrentando la vida sin ella, siento que sus palabras resuenan en mi corazón.

La casa que una vez fue cálida con las risas de mi abuela ahora resonaba con el eco de su ausencia. Cada rincón guardaba el recuerdo de sus consejos y el eco de su risa. Mi vida estaba en un limbo entre la realidad y la nostalgia.

Los días se deslizaban como sombras grises, y me encontraba atrapada en el laberinto de mis propios pensamientos. Pero en medio de la melancolía, un destello de luz se filtraba a través de las cortinas.

Recordé el collar de oro en forma de fénix que mi abuela me había regalado. Sus alas extendidas parecían cobrar vida, como si llevaran consigo la esencia misma de la resiliencia. Era más que un adorno; era un recordatorio tangible de su amor y sabiduría.

Decidí llevar el collar cada día, como un amuleto que me recordaba que las llamas de la resiliencia ardían en mi interior. Aunque la tristeza persistiera, sentía que una pequeña chispa de esperanza se encendía cada vez que mis dedos tocaban las delicadas alas del fénix.

Las noches eran testigos de mis pensamientos más profundos. Miraba las estrellas y me imaginaba a mi abuela convertida en una de ellas, guiándome desde el cielo. Su recuerdo se volvía un faro en la oscuridad, inspirándome a seguir adelante incluso cuando la tristeza amenazaba con ahogarme.

A pesar de la añoranza, la vida continuaba su danza implacable. El colegio, las responsabilidades, cada día se convertía en una batalla entre el pasado y el presente. Pero decidí llevar el collar no solo como una joya, sino como un escudo invisible que me recordaba que, al igual que el fénix, podía renacer de las cenizas de mi dolor.

Mis padres, indiferentes como siempre, no entendían el peso de mi pérdida. Su presencia era como un recordatorio constante de la soledad. Sin embargo, cada día que llevaba el collar, sentía que mi abuela estaba conmigo, susurrándome palabras de fortaleza y amor.

Así, con las alas del fénix como mi guía, empecé a reconstruir mi vida. La tristeza no desapareció, pero aprendí a convivir con ella, a transformarla en una fuerza que me impulsara hacia adelante. La llama de la resiliencia brillaba intensamente, recordándome que, incluso en la oscuridad, podía encontrar mi propio renacer.



Guardiana del renacer. (Adrien/chatnoir x Lectora)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora