Final de la adolescencia.

Un día después del veinte.

Me acosté sobre su pecho, mientras sus dedos acariciaban con suavidad mi cabello. Podía escuchar el lento ritmo de su corazón junto con su respiración calmada. Su olor era reconfortante tenía un aroma único, inconfundible y cautivador. El calor que emanaba de su cuerpo me daba una sensación de seguridad, una sensación que sólo él me podía conceder. Me separé de su pecho y le di un tierno beso en la mejilla. Me detuve para admirar su rostro analizando cada detalle. El color café de sus ojos refulgía reflejando la luz del monitor, iluminando su rostro, enfatizando sus facciones.

Me levanté de la silla, su cuerpo siguió el mío para ponerse delante de mí y abrazarme. Sus manos empezaron a moverse por mi espalda. Estaba abrazándolo, pero no era suficiente, quería estar más cerca. Tenía la necesidad de acercarnos y que nuestros corazones latieran a un mismo ritmo. Quería algo más, algo más profundo, algo que estuviera más allá de lo físico. Deseaba de que nuestras almas se unieran para hacerse una sola.

Mirando sus ojos me paralicé, incapaz de comunicarme adecuadamente. Era un momento único, nunca me había sentido así, tan conectada a alguien. Sentía que no estaba lista para expresar en palabras lo que experimentaba en ese instante. Quería quedarme allí en su abrazo, sin decir nada.

Teníamos muy poco tiempo juntos, ¿Es correcto sentir ésta emoción tan intensa en este momento? -Pensaba.

Era esa idea el único impedimento para expresar mi sentir, sin embargo, me arriesgué a confesar.

-No creo que esté enamorada de tí, pero siento que te amo -susurré cerca de su rostro.

La verdad, dicha en voz alta, me liberó, aunque no tenía expectativas de escuchar una respuesta, pero la mirada que me lanzó, profunda y serena, me dijo todo lo que tenía que decirme, sin necesidad de palabras. No era necesario que me dijera nada, ya sabía que era real, lo sentía en su mirada, en la forma en que me abrazaba, en la forma en que me hacía sentir, aquello era suficiente para mí.