Capítulo 15: Diana

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Me desperté al día siguiente con un dolor de cabeza insoportable. Lo primero que hice, fue lavarme la cara y bajar a desayunar. Entonces, vi a Madre.

— Buenos días, Madre

— Buenos días, princesa, ¿cómo has dormido?

— La verdad es que he dormido bien, pero he despertado con un dolor de cabeza horroroso.

— Qué mala suerte Diana

— ¿Diana? ¿Desde cuándo me llamo así?

— Te llamas así desde siempre cielo. El dolor de cabeza te habrá afectado un poquito. ¿Te has dado algún golpe?

— Pues ahora que lo dices, me he dado un golpe con el canto del armario.

— Ahora que te veo... Diana, ¿cómo te presentas delante de mí con la bata de dormir?

— Mis disculpas Madre, pero en el armario no había absolutamente nada.

— Ahora mismo me encargo de tus criadas, se van a enterar — dijo con voz amenazante

— No hace falta Madre, creo que con una advertencia será suficiente.

— Diana, el golpe que te has dado es más grave de lo que me pensaba. Tendré que enseñarte de nuevo las costumbres de nuestro reino y algunas normas que tienes que cumplir si quieres ser aceptada por mí, y por la sociedad.

— De acuerdo

— Ah, por cierto, a partir de ahora, vamos a hacer una cosa, cuándo estemos en público, me vas a llamar Su Alteza, y cuándo estemos solas, me llamarás Madre. ¿Ha quedado claro?

— Sí, Madre.

— La primera lección te la dará tu nueva profesora de modales y etiqueta. La señorita Alina. La segunda será mañana, dudo que te vaya a gustar, pero es para que veas lo que les pasa a los que me desobedecen y traicionan.

En ese momento, pasaba una criada con aproximadamente unos doscientos vestidos limpios y planchados que Madre había encargado para mí.

— Madre, no hacía falta comprar tantos vestidos, pero la verdad es que son preciosos, ¿puedo decirle gracias a esta amable sirvienta?

— ¡Ni se te ocurra, querida! Solamente es una más de tus esclavas, no tienes que agradecerle nada, al contrario, debería darte las gracias por servirte. Si no la hubiésemos acogido en palacio, estaría en la calle, robando, y sucia como una rata.

Entonces la sirvienta dijo con un deje de amargura en la voz:

— Muchísimas gracias Princesa Diana, estoy encantada de servirle... Si necesita algo, no dude en tocar la campanilla que hay en su cuarto y en un minuto apareceré para atenderle

La sirvienta se marchó sin girarse, caminando hacia atrás y haciendo una reverencia cada dos pasos. El pasillo debía tener unos veinte metros de largo. Cuando cerró las grandes puertas, Madre se dirigió otra vez a mí:

— Bien, como te iba diciendo, la señorita Alina te espera en clase para darte tu primera lección. Un lacayo te acompañará.

Madre tocó una campanilla que había en una pared y exactamente en un minuto (ni un segundo más ni uno menos, la verdad no sé por qué lo conté) apareció un lacayo en la puerta y preguntó haciendo una reverencia:

— ¿Su Alteza, la gran Reina Carla, hija de Charles y Ella, propietaria de este castillo y de 34 más, gobernante del Reino de las Plantas y de la ciudad de Jaca, qué desea?

— Insignificante lacayo, lleva a mi hija a la sala 1568 para su clase con Alina. — Y con una voz susurrante para que nadie le escuchara, le dijo al lacayo: — Recuerda la reunión que tuvimos ayer... — Y Madre habló tan bajo que no la entendí.

El lacayo se puso de rodillas al suelo y me tendió una mano. Cuando iba a apoyarme en ella, Madre me paró:

— ¡¿Qué haces?! ¡Está claro que no recuerdas nada! No le cojas la mano, es para poner cosas, como una copa. Solo contacto visual, querida. No es digno de que tus preciosas, suaves y delicadas manos se apoyen en las suyas. Y tú — dijo Madre mirando al lacayo — Ni se te ocurro volver a hacer eso. Ya sabes lo que les pasa a los sirvientes que me desobedecen, ¿verdad?

El lacayo, un anciano de larga edad, se disculpaba muchísimo por haberme ofrecido así la mano, y de su bolsillo sacó un bonito pañuelo de seda, limpio y bien bordado, y se lo colocó en la mano donde supuestamente tenía que ir la copa.

— Así mucho mejor. Acompaña a Diana, viejo. — Dijo Madre, con una mirada de superioridad y de asco hacia él.

El lacayo asintió y murmuró algo inteligible que pasó desapercibido para Madre. El lacayo me acompañó hacia la habitación 1568, pero de camino le paré para decirle un par de cosas:

— Honorable anciano, no hace falta que siga de rodillas. No entiendo como Madre puede torturar así a las personas. Por favor, póngase de pie, no se lo diré a nadie. Se lo ruego, me duele mucho que tenga que ir así.

El lacayo me miró con unos ojos de agradecimiento durante unos segundos, y se levantó con mi ayuda.

— Por favor, dile a los demás sirvientes del castillo que no hace falta que caminen de rodillas cuándo me atiendan. Debéis tenerlas lastimadas

— ¡Oh, gracias princesa Diana! Espero que algún día pueda reinar sobre el Reino de las Plantas, y que con su reinado, lleguen la paz, la justicia y la libertad— Dijo el anciano con sinceridad.

— Eso me halaga mucho, señor... ¿Cómo se llama?

— Mi nombre es Liam, Liam de la Casa de los Igars.

— Encantada de conocerle, señor Igar. Por favor, permítame nombrarlo así cuando encuentre oportuno (O sea, sin Madre ni cualquier otro integrante de la familia Real)

— Como usted desee señorita

Edelweiss: La última descendienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora