Emma

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Los últimos minutos pasaban haciéndose increíblemente infinitos. Era la última hora de la tarde en el Instituto Sant Joan. La voz del profesor López, grave y seca, retumbaba en las paredes del aula de 4º de ESO B. Estaba explicando un tema de gramática de lengua castellana, del que pocos se enteraban. Los ojos de la mayoría de los alumnos se achinaban poco a poco, pareciendo que en cualquier momento se cerrarían por completo. Todos estaban mirando hacia la pizarra observando cómo apuntaba el profesor "más amargo y solo" de la escuela dos palabras escritas a rotulador rojo, para compararlas, concretamente su estructura. Había algún niño que estaba tomando apuntes sobre el tema. Solían ser los que siempre sacaban dieces o los que estaban perdidos y necesitaban estar preparados para el próximo examen. 

De repente las ventanas abiertas dejaron entrar una pequeña ráfaga de aire de verano causada por los árboles de hojas verdes que en invierno solían chocar contra las paredes. Emma giró la cabeza mirando en dirección al reloj de aguja que estaba encima del pupitre del profe. Las pupilas oscuras de sus ojos marrones se dilataron en cuestión de microsegundos. Estaba a punto de quedarse dormida, pero al ver la hora eso cambió. Faltaban solamente 5 minutos para las 17:00. Era lunes, eso quería decir que tenía entrenamiento a las 18:00, pero debía estar ahí en media hora para llegar a calentar a las 17:30, además de prepararse, claro. Movió la cabeza liberando el gas acumulado en las articulaciones de su cuello, haciéndolo crujir. Enderezó la espalda y comenzó a guardar los bolígrafos tirados por su mesa en el estuche nuevo de color gris que había comprado en el Abacus una semana antes de volver a clases. 

El profesor, al terminar de explicar las características de dos tipos de palabras miró atentamente a sus alumnos, incluso observando de reojo a los de la columna de la ventana lateral. Se quitó sus gafas anticuadas de color oro que parecían del siglo XX, dobló las patillas finas, caminó lentamente en dirección al pupitre de madera haciendo sonar el contacto de sus zapatos oscuros bien cuidados contra el suelo de un posible mármol y las dejó cuidadosamente. Volvió a mirar a los adolescentes casi dormidos y se frotó con brusquedad su rostro arrugado con las manos. Estuvo un par de segundos haciendo ese movimiento, en bucle, hasta que dejó la ya enrojecida cara en paz y abrió su pequeña boca después de un leve suspiro.

-Podéis marcharos -dijo con lentitud levantando ligeramente los brazos para dar a entender que les estaba dando permiso para recoger e irse. Todo el mundo odiaba al profesor López, por nunca sonreír y siempre enviar deberes los fines de semana y días festivos. No era el típico profe que cae bien a sus alumnos ni su manera de enseñar es moderna. No, más bien era el que nadie quería tener. Parecía no tener amigos, y estar solo en toda ocasión. Los únicos momentos en los que se le veía interactuar con otros profesores era cuando necesitaban aclarar alguna cosa sobre trabajos en grupo, exámenes o excursiones. Si no era eso... nada. Ni saludaba, ni hablaba, ni sonreía. Era viudo, su mujer había muerto hace dos años a causa del coronavirus. Tenía un hijo que ya era mayor, trabajaba como abogado, estaba casado y tenía un bebé de seis meses. Se rumoreaba que había perdido el contacto con él por una discusión antes de la muerte de su esposa. Decían que desde ese momento... nunca fue el mismo. Quizás fue así, pero después de saber esto las cosas cambian, ¿no? No era el mejor profesor, ni el más moderno, pero en realidad tenía un gran corazón muy dañado, hecho pedazos.

Emma, ​​​​apenas escuchar las palabras de López, cerró la cremallera de donde guardaba sus cosas. Ya había empezado a recoger unos minutos antes. Así que se levantó de la silla, cogió su mochila Nike negra y se la colgó del hombro derecho. Su madre ya la había regañado anteriormente por llevarla así, colgada solo de un hombro. La joven cada vez que lo hacía le contestaba a ella que se la pondría bien, pero luego no lo cumplía. Se convirtió en una costumbre. Flexionó las rodillas y se agachó rápidamente para coger su móvil Samsung (que le había regalado su padre aquel verano), buscó con el brazo y la mano por el cajón metálico que tenía, y lo encontró. El profesor estaba corrigiendo unos controles de bachillerato, muy concentrado, así que Emma encendió su teléfono móvil y entró en WhatsApp. Tenía unos 20 mensajes. La mayoría eran del grupo "Familia García" que su prima menor había creado hacía dos años porque los yayos habían tenido aquella "maravillosa" idea. En ese grupo estaban sus abuelos, sus padres, su tío Xavi, su tía Sofi y su marido Hugo, y sus 3 primos: Jan, Alba y Blanca. Básicamente lo único que había en el grupo de "los García" eran invitaciones de la yaya Luci para ir a comer, bendiciones de sus tíos, stickers que nadie entendía de su yayo Juancho y enlaces de TikToks conmovedores de su prima Blanca. Emma de vez en cuando enviaba alguna foto de comidas familiares que le tocaba a ella hacer por la calidad de su buena cámara. Al abrir el chat la joven adolescente se encontró con un mensaje de su abuela invitando a la familia a comer el próximo domingo.

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