Estar en el castillo representaba una tortura lenta y mortal, casi efectiva. Y es que cuando no estaba limpiando impulsivamente las cosas para evitar que el polvo provocara que todo se viera viejo u olvidado, Roier se quedaba mirando por el balcón, con sólo una lágrima asomando del lagrimal.
Se envolvía de los recuerdos, se cubría de todo mal intentando extender las memorias dulces del pasado que pensó sería su vida, su oasis soñado.
El pasado.
No necesitaba hacer mucha memoria para evocar algunos de los recuerdos que lo habían marcado a lo largo de su muy corta vida, plagado de errores, desamores y traiciones dolorosas, algunas que casi le costaron la vida y le dejaron marcas permanentes que se avergonzaba de mirar cuando se desnudaba en el espejo del baño.
Aún con todo y ello, aún con todos esos errores y cicatrices, él se había encargado de rellenar con su paciencia todos esos recovecos insulsos. Los remanentes de un pasado tormentoso y lleno de dolor que creyó haber superado en su compañía, sujetando sus grandes manos, mirando sus preciosos ojos, durmiendo en la misma cama.
Pensar en cómo verlo había sido suficiente para instalarse una espinita diminuta que lo orillaba a mirarlo sin que lo notara, a parlotear para llamar su atención o sólo pasearse con la esperanza de que lo mirara alguna vez. Siendo su esperanza en cosas tan tontas como no tener azúcar para el café o sal para la sopa, y encontrando en esos ligeros detalles sutiles su oportunidad para conversar y coincidir en que eran parecidos en algunas cosas.
Ambos cantaban en la ducha, ambos preferían las cosas saladas antes que las dulces, e incluso, como una señal divina, ambos preferían estar en soledad, haciendo sus cosas sin molestar a nadie, pero disfrutando de compartir palabras entre los dos, porque se complementaban tanto que no se dieron cuenta que estaban hechos el uno para el otro hasta en los momentos donde sólo querían paz.
Eran paz, uno para el otro.
Cuando estaban juntos sabía que emanaban luz celestial, esa chispa electrizante que sientes cuando te enamoras por primera vez, tan fuerte y sin meter las manos, negándolo hasta el final y luego simplemente aceptándolo sin remedio, sin escapatoria, sin otro lugar a donde ir cuando te enfrentas en un duelo de miradas que terminaba en un beso dulce, tonto e inexperto.
¿Qué otra cosa podía pedir? En Cellbit encontró la felicidad.
Y ahora sólo intentaba recuperarse de las pérdidas, de los golpes que no dejaban marca, porque sólo los cargaba en el corazón. Intentaba no culparse de las cosas, porque al final todo había sido tan de imprevisto, tan extraño e inconsistente.
Sin aviso su paraíso lo dejó.
Tan sólo quería dejar de pensar que estuvo mal sobrevivir, que estuvo mal huir cuando pudo quedarse a tomar sus manos y asegurarle que todo estaría bien. Aunque todo se fuera a la mierda.
Pero a veces por amor uno miente. Mentiras piadosas para que la otra persona esté convencida de que así será, de que esa mentira evite un desastre más grande.
Le hubiera gustado mentir, le hubiera gustado regresar si hubiese conocido sus intenciones. Le hubiese gustado quedarse aunque la muerte los alcanzara a ambos en el camino a recuperar lo que alguna vez llamaron hogar.
Que no tenía nada que ver con una estructura, con un bulto de cemento o algunos tabiques. El hogar junto a sus hijos, el hogar que formaron juntos, recordando esa frase especial.
"Nuestro hogar es donde sea que estemos juntos."
Y hoy no había un hogar, tampoco un juntos.
Y recordarlo sólo le hacía sombra en el corazón.