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Emprendo mi terrible destino con premura. No hay tiempo que perder. Las montañas, aunque temibles, son un impedimento a vencer en mi camino. Un problema a superar, otro más, por conquistar tu alma, mi señora.

Busco con la mirada la vía de ascensión más accesible. El lugar por el que iniciar mi escalada. Concentrado en el cometido que tu gracia me ha encomendado.

-Rajil, escucha. ¿Lo oyes? -susurra el viento en mi oído-. Presta atención.

Unas notas desafinadas llegan hasta mí. Intento adivinar su origen. Ningún instrumento que conozca produce ese sonido cada vez más agudo, persistente. Casi hiriente.

¿Qué es ese ruido?

El suelo bajo mis pies vibra, se sacude y me lanza a varios metros de distancia. Si los dioses creen que cesaré en mi empeño por un simple movimiento de tierras, que no cumpliré mi palabra, no saben todavía quién es Rajil, el mayor guerrero que han dado los dominios de Nostrum.

Ante mi estupefacción, una enorme grieta se abre a mis pies, escindiendo parte del camino.

Un monstruo de acero forjado, gigantesco como un edificio de piedra, aparece ante mí. Surge el leviatán de hierro de las fauces recién abiertas de la tierra. Nacido de un portal excavado que de repente se alza, impetuoso, ante mis ojos. Expulsado con fuerza sobrehumana del inframundo.

Desenvaino mi espada y espero su rugido, su boca. Observo para descubrir algún punto débil al que atacar a la bestia.

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