Capitulo 2 - El Despertar de las Sombras

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Después de desayunar, Raymundo tomó su maletín de trabajo y se dirigió a su auto, despidiéndose de su familia con una mirada que, aunque tranquila, parecía denotar una leve preocupación que sólo aquellos más cercanos a él podrían notar.

Amara: —¿Vas a ir a la casa de Mauricio, verdad? —preguntó con curiosidad. Cristian: —Sí, tengo que asegurarme de que el dormilón se despierte; si no, lo reprueban y, lo más importante, me reprueban a mí —contestó con una mezcla de fastidio y cariño. Aunque Mauricio era su mejor amigo desde la secundaria y tenía un talento natural para aprender cualquier cosa rápidamente, su falta de motivación le impedía demostrar su verdadero potencial. Era casi una lucha constante entre ambos, como si Cristian sintiera la responsabilidad de que su amigo no se perdiera entre sus propias sombras.

Amara: —Iré contigo. Hace tiempo que no veo a Isabella, y me gustaría saber cómo está.

Con ese propósito en mente, ambos se dirigieron a la casa de Mauricio.

En la habitación oscura de Mauricio, él dormía profundamente, aún con la ropa del día anterior. Su madre, Isabella, una mujer de 40 años que trabajaba incansablemente en una oficina del gobierno, entró decidida a despertarlo. Abrió las ventanas de golpe, llenando el cuarto de una luz que parecía ser la enemiga natural del sueño profundo de su hijo.

Isabella: —Ni lo pienses. Hoy no vas a faltar otra vez —dijo con una firmeza que sólo una madre determinada puede tener mientras luchaba por arrebatarle las cobijas. Mauricio: —No quiero... ayer fue agotador ganarle a Cristian —se quejó, aferrándose con obstinación a las cobijas. Isabella: —¡A las cinco de la mañana estabas acostándote apenas! Está bien que juegues, pero ¡por favor, hijo! —Suspiró, cansada de las mismas batallas diarias con él, aunque en el fondo sabía que esas mismas luchas le daban sentido a su vida.

El timbre de la casa interrumpió el momento. Isabella, claramente frustrada, salió y azotó la puerta. Isabella: —¡Si no estás listo en cinco minutos, te quedas sin computadora tres semanas! —amenazó, con un tono que dejaba claro que esta vez no se andaba con juegos.

Mientras Mauricio pensaba si debía bañarse o no, optó finalmente por solo lavarse la cara. "Aún aguanta," pensó con resignación mientras se cambiaba.

Mientras tanto, Amara, Cristian e Isabella estaban en la sala, poniéndose al día. Amara: —¿Y lograste el ascenso, preciosa? —preguntó con cariño. Isabella: —Sí, jefa de departamento, finalmente. Aunque era de esperarse; ya sabes, todavía soy la mejor —bromeó con un tono de orgullo mal disimulado. Cristian, con una sonrisa que escondía prisa: —¡Qué bien! ¿Mauricio se va a tardar mucho? —Pensó, "son tal para cual."

Isabella: —No debería. Ese niño es una calamidad —dijo, sacudiendo la cabeza con una mezcla de exasperación y ternura.

Amara: —Bueno, así son los hijos. Cristian es mi orgullo, está logrando sus metas.

Finalmente, Mauricio bajó con una sonrisa despreocupada. Mauricio: —¿Cuáles metas? Si siempre lo vencí en todo —dijo con tono desafiante y bromista, provocando una risa incómoda en Cristian, quien lo regañó un poco por su falta de organización.

Mientras esto ocurría en casa, Raymundo vivía su propia batalla en la comisaría. La rutina de llamadas no tenía fin, y mientras él contestaba con profesionalismo, su mente se llenaba de cansancio, hasta que una llamada diferente rompió la monotonía. Al otro lado de la línea, una mujer aterrorizada gritaba sobre una bestia que había atacado a su novio. Raymundo intentó calmarla y obtener su ubicación, pero la llamada terminó de una manera tan desgarradora que sintió un escalofrío recorriéndole la espalda.

Raymundo: —Bueno... ¿¡Bueno!? —La línea se quedó muda, y, de pronto, una serie de llamadas de emergencia comenzaron a llenar la radio de su patrulla, describiendo ataques, gritos, y caos en las calles.

Raymundo miró por la ventana y vio cómo los helicópteros sobrevolaban la ciudad. En un instante, una explosión a lo lejos iluminó el cielo, y el caos se desató en las calles. Gritos y pedidos de ayuda resonaban hasta la comisaría.

Raymundo, alarmado, decidió salir para intentar calmar la situación cuando la recepcionista lo llamó.

Recepcionista: —Señor, varias calles al este y al suroeste están siendo tomadas por hordas. Me comuniqué con el gobierno, y nos piden que no salgamos de la comisaría y aseguremos las entradas; la ayuda está en camino —dijo con preocupación.

En la entrada de la comisaría, las personas comenzaban a ser atacadas por otras personas, y los policías intentaban contener la masacre. Viendo el peligro, Raymundo corrió hacia su patrulla y encendió el motor. Solo tenía una cosa en mente: su familia.

Cristian y Mauricio, al no ver transporte pasar, empezaban a inquietarse. Cristian notó el silencio y vacío en las calles, y algo en su interior le decía que había peligro en el aire. 

Raymundo buscaba entre las calles a su hijo mientras comenzaba a escuchar ruidos de ataques y gruñidos. "Por favor, que no estén en la universidad," pensó mientras veía a personas atacándose unas a otras. A lo lejos, vio a Cristian y Mauricio esperando el transporte y encendió la sirena para acercarse rápidamente.

Mauricio, al oírlo, levantó las manos y dijo: —¡No es mi culpa! ¡Él me sacó, y lo de mi teléfono fue un virus!

Cristian, algo nervioso, añadió: —Gracias, me quemaste... no es cierto, yo no salgo sin permiso.

Raymundo: —¡Al auto, ya! —gritó con voz firme, sin dar espacio para preguntas.

En el trayecto, Cristian intentaba entender: —Papá, ¿qué está pasando? 

Raymundo, sin dejar de observar la carretera, respondió en tono seco: —Ni yo sé bien. Pero no es seguro estar afuera. ¿Dónde está tu madre? —preguntó a Cristian.

Mientras trataban de protegerse, Raymundo atropelló a una de esas personas que se abalanzaban sobre el auto. Mauricio, en shock, susurró: —¿Acabas de... matar a alguien?

Raymundo: —¡No son personas! Están infectadas. Están cubiertas por una capa oscura, como si una infección los estuviera consumiendo. Si ven a uno, escapen o mátenlo; ya no son humanos.

Al llegar a la casa de Mauricio, Raymundo comenzó a armarse, sacando una escopeta con 10 cartuchos, una pistola con tres cargadores y una navaja.

Raymundo: —Tomen esto —le dio a Mauricio unas mantas y un camino de púas para llantas, mientras a Cristian le entregó linternas, bengalas y el botiquín de primeros auxilios.

En ese momento, una camioneta se estacionó y Roberto, el padre de la mejor amiga de Cristian, salió apresurado.

Roberto: —Raymundo, tenemos que salir de aquí, ¡es un caos allá afuera!

Raymundo lo miró, con los ojos duros pero llenos de determinación: —No vamos a ir a ningún lado, las calles están bloqueadas, y afuera solo seremos blancos fáciles. Mete a tu familia aquí y ayúdame.

En esos momentos de incertidumbre, lo único que Raymundo tenía claro era su instinto de protección. En su interior, la esperanza de un plan era tenue, pero su voluntad de mantener a salvo a los suyos era implacable. Sin embargo, en cada respiro, en cada gesto, en cada decisión rápida, podía sentirse el temor, la responsabilidad y el peso de lo desconocido que caía sobre ellos.

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