Hacía más años de los que podía contar que el verano era una estación del año difícil para mí. Odiaba el calor, pero más odiaba la ropa que venía acompañada de los climas cálidos, muy cortas para lo que podía soportar. No siempre había sido así, pero crecer venía acompañado de un montón de otras cosas que solo cambios en el cuerpo y, aunque más que todo lo anterior, odiaba tener que aceptarlo, hacerme más consciente de mí y de cómo sabía que el mundo me veía, hizo un daño irreparable.
Desde pequeña tuve problemas con la comida. No podría decir qué lo había desencadenado, supongo que solo podría sacar conclusiones que terminarían culpando a mi familia, pero probablemente iba más allá de eso. En mi temprana infancia había creado cada uno de los hábitos que se habían constatado en mi ser, e intentar desterrarlos de mi fue una lucha que había liderado por poco tiempo, y no de la mejor manera. Recuerdo tener unos ocho o nueve años. En casa siempre habían dulces, galletas, chocolates, gaseosas, todo lo que a un niño de esa edad pudiera gustarle. Sabía por demás que no estaba bien que los tomara cuando me apetecía, pero el aburrimiento y las ganas de saciar ese insoportable cosquilleo en mi estómago siempre ganaban aunque lo intentara con todas mis fuerzas. Fueron años de las mismas constantes y repetitivas situaciones. Me despertaba, desayunaba más de lo que debería, iba a la escuela, almorzaba más de lo que debía, volvía, hacía alguno de los cien deportes que había probado a lo largo de mi vida, volvía a casa, cenaba más de lo que debía. Y no sólo eso, recuerdo perfectamente buscar y encontrar los pequeños momentos en los que mis padres no estaban en casa, o estaban en ella pero no me veían, o cuando dormían, para hacer exactamente la misma cosa, todos y cada uno de los días de mi vida: comer cosas dulces. Un ciclo repetitivo que no acababa ni aunque me regañaran, aunque cerraran con llave los cajones de chuches o aunque dejaran de comprarlos.
Engordé a lo loco por mucho tiempo. Siempre fui chiquita de altura y aunque me faltaba crecer, pesar lo que pesaba a esa edad no era correcto, no estaba para nada bien.
Mis padres no ayudaban tampoco, y sé que no los criaron de la mejor manera pero, las contantes replicas por que dejara de comer, y cada vez que me decían "gorda", habían marchitado una parte de mi corazón que no recuperaría. Entiendo que en el fondo que no lo hicieron con malas intensiones, porque los quiero y sé que ellos me quieren también pero, honestamente, decirle a tu hija de una manera tan ruda las cosas, aunque fueran verdad, no es la solución a nada y solo lograron herirme.
¿Recuerdan cuando les dije que había liderado la lucha contra mis impulsos? Pues bueno, no fue una batalla muy limpia.
Cerca de los once entré en un circulo que yo denomino "depresivo". Nunca fui a terapia, por lo que talvez llamarlo así no sea demasiado acertado, pero ciertos patrones me instaron a verlo y llamarlo de esa manera. Era verano, época terrorífica, en todo el año había estado lo que yo denominaba bien, quiero decir, era chica y todavía no me importaba como tal cómo me veía ni cómo la gente me veía en lo absoluto. Para mí, yo era normal, con ciertas manías que, según mi abuela, pronto iban a cambiar. Si me preguntaran como comenzó todo, con sinceridad no les podría decir con certeza. No recuerdo ningún detonante que me haya llevado allí, pero tenía ciertos recuerdos, vívidos y lejanos a la vez, de lo que había sido. Dejé de juntarme con mis amigos, los ignoraba cada que iban a buscarme a casa, hacía lo que podía para evitarlos y memoricé, cual perro, el sonido exacto de cuando entraban a casa en mi busca, ya que de esa manera, podía esconderme en el baño para evitarlos hasta que se cansaran de esperar por mí, y más tarde que pronto, se fueran rendidos. Lo único que deseaba era estar acostada en mi cama leyendo fanfics en Wattpad sin que nadie me molestara. No sé si dejé de comer de apoco o fue algo súbito, pero era algo que había pasado. Nunca renuncié a comer cosas a escondidas, pero las calorías que me daban los dulces y helados eran pocas para lo que necesitaba por día. Me quedaba leyendo hasta la madrugada, me despertaba tarde, no almorzaba y solía no cenar la mayoría de mis días. Baje once kilos en menos de tres meses, lo que era un monton para una niña de mi edad. Estaba de mal humor todo el día, no me bañaba seguido, no me cepillaba los dientes, no armaba mi cama o cambiaba las sabanas por semanas porque era perder tiempo en que podría estar leyendo. Odiaba que me dijeran que estaba más flaca o que estaba linda, o cualquier otro comentario que tuviera que ver con mi físico pero lo escondía con una sonrisa cada vez que lo hacían. Fue solo ese verano, pero mi estómago se encogió tanto que fácilmente habré estado dos años comiendo al igual que un polluelo.
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Nuestro Pequeño Secreto
RomanceSerena es una mujer joven con sueños y muchos objetivos por delante. Desea poder terminar su especialización y dejar el nido de sus padres al igual que el empleo dentro de la empresa familiar. Un día, ansiosa y curiosa por saber las experiencias de...