Prólogo

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Un tesoro entre las aguas

Caía la tarde en Mistralis, una pequeña ciudad que se encontraba rodeada de las montañas, en el Reino de la Luz. Una joven de 15 años, con cabello churco, contextura delgada, ojos café y de hermosa sonrisa, se encontraba sentada en una pequeña piedra a las afueras de la ciudad, en donde cruzaba un gran río; sus aguas eran tan claras, que se podía evidenciar el reflejo del astro rey, un sol imponente que cobijaba los hombros de aquella doncella.

Se encontraba meditando en el atardecer, una maravillosa obra de arte que antaño inspiró a artistas, escritores y las más grandes y cultas personas que hacían de la contemplación el arte de vida. Su piel trigueña era pintada por el sol, mientras que su cabellera oscura contrastaba con aquel paisaje de ensueño. Se encontraba vestida con una falda azul que llegaban a sus piernas, una camisa blanca grande con encajes en sus mangas, baletas marrones con una flor tejida en sus empeines y un girasol que acompañaba una balaca que abrazaba su cabeza.

Maríe saca de su bolso una pequeña libreta y escribe sobre lo que contempla. Sin embargo advierte de dos figuras que se encontraban en la orilla del Río Grande. Eran dos jóvenes, un chico de su edad y una niña de 10 años, aproximadamente. Ella se acerca un poco en la orilla, con pisadas suaves para no caer en falso al agua. Amarra un poco su cabello y se quita el bolso, dejándolo en la piedra.

Los cuerpos se encontraban muy heridos. El muchacho tenía muchas cortaduras en los brazos y en el torso, su rostro se encontraba magullado. La niña, en cambio, tenía una línea de sangre en la frente que llegaba a su cuello, unos moretones en los brazos y piernas y un ojo morado.

Sin pensarlo, Maríe decide ingresar al agua y sacar los cuerpos. Para su sorpresa, podía sentir el palpitar de las venas, y el esfuerzo de su respirar. Ya en el suelo, observa al chico de cabello rizado castaño, los pequeños rayos de sol mostraban su piel trigueña como el lienzo de una pintura, a pesar de las cortaduras. Se acerca al bolso nuevamente y enciende un farol.

Un hombre con un burrito que jalaba una carrera llena de cultivos de maíz y soja, pasaba por el río para ir a su casa, logra observar un pequeño destello de luz entre el cielo rosado y el reflejo del agua. Era una bella joven de cabello churco, empapada, junto a dos muchachos. Aquella mujer empezó a pedir auxilio.

--¡Ey! –Gritaba la mujer desesperada. Y con las muelas tiritando del agua fría–. Por favor, necesito de tu ayuda. Estas personas se encuentran heridas...

Aquel noble hombre ayudó a la joven a subir los cuerpos, con cuidado. Maríe se pone a su lado y los arropa con unas telas que se encontraban en la carrera. Nuevamente pone su mano en el cuello de ambos, aún había pálpitos.

--Debemos apurarnos –Hablo el hombre mientras le daba indicaciones a su burrito–, y también deberías cubrirte.

Marie se seca un poco y tomando otro trozo de tela cubre su cuerpo húmedo.

El camino que se encontraba en frente de ellos estaba alumbrado por antorchas mágicas que indicaban el camino hacia Mistralis. Los senderos verdes ya estaban cobijados por el sereno nocturno, los pájaros cantaban su última melodía antes de ir a descansar en sus cálidos hogares. La antorcha era la fuente de calor que alimentaba la esperanza de sobrevivir. El aire frío de la noche comenzaba a soplar con fuerza, los grillos comenzaban a tomar protagonismo y las montañas eran negras sombras que medianamente se resaltaban en el imponente cielo.

El hombre de bigote negro y contextura grande, llevaba una camiseta de cuadros roja y blanca, un sombrero vaquero marrón y un machete envainado en su correa. En Mistralis la agricultura, como la artesanía, eran labores muy destacadas. Algunos aldeanos comercializaban con las ciudades hermanas. Lo que hacía más activa la economía de la ciudad.

Llegando a la ciudad, las lámparas mágicas se apagaron. Dejando el sendero en una profunda oscuridad. Recorrieron hacia el sur este hasta llegar a una casa grande, donde se hospedaba Arnold, el médico y curandero de la ciudad. En una época en donde la magia y la ciencia trabajaban unidas. Había algunos que se dedicaban al arte de la magia curativa, llevándose a cabo tratamientos milagrosos.

El aldeano ayudó a Maríe a descender. Acto seguido, baja uno a uno los cuerpos y los lleva a las camillas ubicadas en la entrada de aquel lugar. Arnold enciende una lampara y colocándose su traje, recibe a la joven, quien temblaba de frío.

--Los encontré en el río, tienen heridas muy graves –manifestaba Maríe. Mientras su cuerpo temblaba del frío.

--Tráiganlos de inmediato -dice Arnold, abriendo las puertas de su consultorio y poniendo a disposición a su equipo de ayuda, quienes alzaron las camillas.

Una enfermera se encargó de Maríe, entregándole una manta y un café caliente.

El hombre de la carreta decide emprender su viaje, no sin antes despedirse de Maríe y otorgarle un fuerte abrazo.

--Espero puedan recuperarse –le dice con una voz serena, pero con tono fuerte.

--Estoy muy agradecida por tu ayuda –Maríe sonríe.

El recinto estaba pintado de blanco y su infraestructura estaba compuesta por una sala de espera con unas bancas de madera en la entrada, en donde la familia del paciente esperaba. Separada de esa sala, un puerta de roble, se encontraba el consultorio, tres habitaciones y un quirófano. Al final, la casa del médico. Por lo general, ellos decidían quedarse para poder atender cualquier emergencia en la ciudad. Contaba con un nutrido equipo de cuatro especialistas, tres enfermeras, un asistente médico y dos cirujanos. Todos con dones mágicos de curación.

A luz de vela, Maríe se calentaba un poco y dejaba secar su ropa. La camisa blanca de encaje tomo un tono gris con marrón, el bolso aún se conservaba. Aunque parte de sus notas se habían mojado. Las baletas le pesaban y los su balaca ya no contaba con el girasol.

Mientras observaba a los jóvenes que estaba de frente, Arnold coloca sus manos en la frente del muchacho.

--Oh amados dioses del gran más allá. Imploro por la vida de estos jóvenes, que puedan volver a abrir sus ojos y salir del vacío profundo del ensueño. –sus manos comenzaron a brillar con una luz blanca.

Las rojas heridas y las cortadas empezaron a cerrarse y el agua que había ingresado a la tráquea y que empezaba a imposibilitar la respiración de los muchachos comenzó a salir. El asistente contemplaba con admiración, como su mentor realizaba su profesión. La magia, una bendición de los dioses, con la que se puede crear vida y restaurarla. Al cabo de unos minutos, uno de ello abría los ojos. Marrón y azul, una particular característica, pero también rara, peculiar.

--¿Dónde me encuentro? –Pregunta el joven un poco asustado.

--Acabas de sufrir un accidente, te encontraron en el río. Una jovencita te trajo aquí.

--¿Un qué...? –Manifiesta con incredulidad y miedo.

--Mi nombre es Arnold, soy el médico y curandero de esta ciudad. Ya en un momento te daré salida, de manera que puedas encontrarte con ella.

El joven aún seguía estupefacto.

De repente como una punzada en las manos. Arnold experimentó una sensación de mareo, puso su mano en la frente de la muchacha, a quien ya estaba sacando el agua de sus pulmones. Cuando esta dejó de encender.

"¿Qué sucede? –Pregunta dentro de sí aquel médico."

Para fortuna el agua había abandonado los pulmones de la niña.

Maríe escucha como en la ciudad muchos empezaban a gritar. Al parecer la magia se había esfumado en Mistralis.

TemerariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora