Los tripulantes del Argo II han salido victoriosos de sus misiones, peroestán lejos de derrotar a Gaia, la madre Tierra. Ella ha conseguido alzar atodos sus gigantes y planea sacrificar a dos semidioses en la festividad deSpes: necesita su sangre, la sangre del Olimpo, para despertar. Por otro lado,la legión romana del Campamento Júpiter, liderada por Octavio, está cada díamás cerca del Campamento Mestizo. La Atenea Partenos deberá dirigirse al oestepara impedir la guerra entre los campamentos, mientras el Argos II navega haciaAtenas... ¿Cómo podrán los jóvenes semidioses derrotar a los gigantes de Gaia? Yahan sacrificado demasiado, pero si Gaia despierta... será el final.
I
Jason
Jason odiaba ser viejo.
Le dolían las articulaciones. Le temblaban las piernas. Mientras intentaba subir la colina, los pulmones le sonaban como una caja llena de piedras.
Afortunadamente, no podía verse la cara, pero tenía los dedos retorcidos y huesudos. Unas abultadas venas azules se extendían como una red por el dorso de sus manos.
Incluso desprendía olor a viejo: bolas de naftalina y sopa de pollo. ¿Cómo era posible? Había pasado de los dieciséis a los setenta y cinco años en cosa de segundos, pero el olor a viejo había sido instantáneo. En plan: « Zas.
¡Enhorabuena! ¡Apestas!» .
—Ya casi hemos llegado —Piper le sonrió—. Lo estás haciendo muy bien.
Para ella era muy fácil decirlo. Piper y Annabeth iban disfrazadas de preciosas doncellas griegas. Incluso con sus túnicas blancas sin mangas y sus sandalias con tiras, no tenían problemas para andar por el sendero rocoso.
Piper llevaba su cabello color caoba recogido en una trenza en espiral. Unas pulseras de plata decoraban sus brazos. Parecía una estatua antigua de su madre, Afrodita, cosa que a Jason le intimidaba un poco.
Salir con una chica preciosa ya era estresante. Salir con una chica cuya madre era la diosa del amor... Jason siempre tenía miedo de hacer algo que fuera poco romántico y que la madre de Piper lo mirase ceñuda desde el Monte Olimpo y lo convirtiese en un cerdo salvaje.
Jason miró cuesta arriba. La cima estaba todavía cien metros por encima.
—Ha sido la peor idea de la historia —se apoyó en un cedro y se secó la frente—. La magia de Hazel es demasiado potente. Si tengo que luchar, no serviré de nada.
—No se dará el caso —prometió Annabeth.
Parecía incómoda con su disfraz de doncella. Mantenía sus hombros encorvados para evitar que el vestido se le deslizara. Su moño rubio recogido con horquillas se había deshecho, y el pelo le colgaba como unas largas patas de araña. Sabiendo el odio que les tenía a las arañas, Jason decidió no mencionar ese detalle.
—Nos infiltramos en el palacio —dijo ella—, conseguimos la información que necesitamos y nos largamos.
Piper dejó el ánfora, la alta vasija de cerámica en la que estaba escondida su espada.
—Podemos descansar un momento. Recobra el aliento, Jason.
Del cordón de su cintura colgaba su cornucopia: el cuerno de la abundancia mágico. Metida entre los pliegues del vestido estaba su daga, Katoptris. Piper no tenía aspecto peligroso, pero si la ocasión lo requería podía blandir sendas hojas de bronce celestial o dispararles a sus enemigos mangos maduros a la cara.
Annabeth descolgó el ánfora de su hombro. Ella también tenía una espada escondida, pero, incluso sin armas visibles, poseía un aspecto letal. Sus turbulentos ojos grises escudriñaban el entorno, atentos a cualquier peligro. Jason se imaginaba que si un chico invitase a Annabeth a una copa, lo más probable era que ella le diera una patada en el bifircum.