Él nació siendo humano, pero no es humano.
Él tiene familia, pero no tiene apellido.
Él no es nada. Él no es nadie. Él solo es una pieza más que encaja en el rompecabezas.
Una de las mejores herramientas.
Un hombre más de los miles en el montón...
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“Gente muere todos los días”. ────────────────────── Jordan Amell
TRASLADABAN a dos de las tres anomalías que poseían en EL TABLERO; un laboratorio ubicado en algún lugar remoto de Wyoming, Estados Unidos. Los llevaban al centro de operaciones, que quedaba a unos cuántos kilómetros, en un sembrado de trigo que parecía interminable. Allí volverían a experimentar con ellos, tal vez con alguno de sus órganos.
Enviaron cinco carruajes para realizar la transportación, en el de adelante estaba la primera división de las fuerzas militares. En los dos de enmedio estaban las anomalías —una en cada camión—, junto a unos cuantos científicos y más de las fuerzas. El resto de la tripulación ocupaba los dos últimos vehículos.
Dentro de unos de los camiones de enmedio (específicamente en el de la derecha) estaba el sargento Jordan Amell; un blanco calvo, alto y fortachón, con un buen sentido de liderazgo, sentado de brazos cruzados con las piernas abiertas. A su lado estaba Thomas, un jóven científico británico, de cabello rubio, y ojos claros con miopía; muy tímido, con su bata blanca abrochada hasta el cuello, y abrazando el blog de apuntes. Tom movía los pies frenéticamente y se mordía el pellejo de los labios con ansiedad; ese era su primer día en El Tablero. Frente a ellos dos, cautivo en una jaula electrificada, estaba una de las anomalías, B-04 Beatle; tenía cabello castaño, piel blanca, ojos azules, un leve rastro de bigote, y un piercing en forma de aro enmedio del labio inferior. La criatura y el sargento se miraban fijamente.
Jordan se inclinó hacia adelante, acercando su rostro a la jaula, y los ojos de B-04 Beatle se tornaron completamente negros, y las venas oscuras de su cabeza se hincharon y deslizaron por su rostro como gusanos. Cuando el sargento se alejó la anomalía regresó a la normalidad, y no parpadeó ni le quitó los ojos de encima en ningún momento.
—Será mejor que no juegue con el experimento, señor —advirtió Thomas, siendo el primero en hablar de todos los que iba en el camión.
Amell se volvió a acomodar en el asiento y le respondió sin mirarlo:
—¿Porque es peligroso?
—Sumamente peligroso —enfatizó.
El sargento soltó una carcajada seca, de esas que suenan como «jah», y se cruzó de brazos otra vez.
—Yo y el peligro vamos juntos de la mano, Benjamín —diciendo eso, tocó su casco militar dos veces, como a una puerta.
—Thomas —corrigió, y se acomodó los redondos anteojos sin marco en el tabique—. Es Thomas Lincoln, señor.